9/28/2005

AUTORES- Horacio Quiroga

Una nueva de Kala Azar, ahora respecto del autor argentino Horacio Quiroga.


Horacio Quiroga
(1878- 1937)

Escritor uruguayo, escritor prolífico (alrededor de doscientos cuentos) cuya vida atormentada le hizo explorar temas considerados Tabú para su época. Escribió poesía, novelas y cuentos pero es en este último género donde su talento roza la genialidad. La muerte fue su compañera durante gran parte de su vida. Sus relatos más oscuros son una expresión de este fatídico matrimonio. Es autor del famoso “Decálogo del Cuentista."

Bibliografía:

  • Los arrecifes de coral" (1901) (Poesía)
  • "El crimen del otro" 1904
  • “Historia de un amor Turbio (1908) (primera novela)
  • "Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte" (1916)
  • "El Salvaje" (1920,)
  • "Cuentos de la Selva" (1921)
  • "Anaconda" (1923)
  • "Los Desterrados" (1926)
  • "Más Allá" (1934)


LA GALLINA DEGOLLADA

Horacio Quiroga


TODO EL DÍA, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido.
Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí...! ¡sí...! —asentía Mazzini—. Pero dígame; ¿Usted cree que es herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos— que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo...! ¡No faltaba más...! —murmuró.
—¿Qué, no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!

Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.

No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.

De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
—¡No, no te creo tanto!
—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste...?
—¡Nada!
—Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin!— murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse en seguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras una creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Suéltame! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma...
No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama —le dijo a Berta.
Prestaron oído inquietos pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó mas la voz ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.



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AUTORES - Murilo Rubião

Una nueva colaboración de Kala Azar sobre el autor Brasileño Murillo Rubião


Murilo Rubião
(1916-1991)


Escritor, profesor y periodista de nacionalidad brasileña. Es el primer cuentista moderno del genero fantástico y Pionero del Realismo Mágico en la literatura brasileña. Publico su primer libro de relatos a los treinta años.


Bibliografía

  • La Estrella Vermeja (1953)
  • Los dragones y otros cuentos (1965)
  • El Pirotecnico Zacarias (1975)
  • El Convidado (1978)
  • Dieciséis cuentos Latinoamericanos


LOS TRES NOMBRES DE GODOFREDO


Murilo Rubião


Sucedió que advertí una arruga en su frente.
Ella estaba sentada frente a mí a la mesa de la cuál durante quince años seguidos fui el único ocupante a la hora del almuerzo y de la cena, desde una fecha que no podría precisar.

Al advertir su constante presencia, consideré el hecho como perfectamente natural. El lugar no me pertenecía en nombre de ningún derecho y, por otra parte, mi vecina no hacía nada que pudiera molestarme. Ni siquiera me dirigía la palabra. Además, su comportamiento durante las refecciones era discreto, exento de cualquier ruido que pudiera llamar la atención.

Esa noche, sin embargo, me sentía inquieto, incómodo al desconocer los motivos de su preocupación. Y estaba dispuesto a abandonar la mesa, convencido de que, de este modo, mi compañera se sentiría más cómoda. Tal vez tuviera alguna preocupación y prefiriera estar sola. Al recorrer el recinto con la mirada, noté que eran muchos los lugares vacíos, lo que no dejaba de ser corriente en el restaurante, cuya clientela era muy reducida. Me sentí molesto y consideré como un atropello el hecho de tener que abandonar la mesa, cuando la muchacha podría también haberlo hecho. ¿Y, por qué había venido, justamente, a sentarse a mi lado?

Una vez superada mi irritación y diciéndome que demostraba ser muy poco educado al albergar semejantes pensamientos, resolví abandonar la mesa. Al fin de cuentas ella, al igual que yo, podría también preferir precisamente ésa.

Me volví hacia la joven y le pregunté si no vería mal que cambiara de lugar.

Me decepcionó su indiferencia ante un gesto que yo consideraba el más delicado posible. Esbocé un rápido cumplido con la cabeza y me dirigí el extremo opuesto del salón.

No bien me acomodé en la otra silla, me aguardaba una nueva sorpresa: la mujer caminaba en mi dirección, con el propósito evidente de volver a mi lado. Al mismo tiempo, me alegré al ver que la arruga había desaparecido de su frente y me reproché por no habérseme ocurrido antes la idea de escoger un lugar mejor, más del agrado de mi compañera. Sucedía, con todo, algo que aún no lograba comprender: ¿sería ella mi convidada esa noche? ¿Y en los días anteriores?

Insatisfecho con las dudas que me asaltaban, indagué medio cohibido:
–La invité a almorzar, ¿verdad?
–¡Claro! Y no hacía falta una invitación formal para traerme aquí.
–¿Cómo?
–Caramba, ¿desde cuándo se hizo obligatorio para el marido invitar a comer a su mujer? –¿Usted es mi mujer?
–Sí, la segunda. O acaso, ¿hace falta que te diga que la primera era rubia y que la mataste en un acceso de celos?
––No es necesario. –Ya me sentía bastante confundido ante la noticia de mi casamiento y no deseaba que me crearan un remordimiento por un asesinato que no recordaba en lo más mínimo–. Sólo me gustaría aclarar si estamos casados hace muchos años.

Un tanto forzada, como queriendo divertirse conmigo, replicó:
–Es una historia muy vieja. Ya ni me acuerdo.
–Y ¿hemos dormido juntos? –insistí, a la espera de que, en cualquier momento, se develara el equívoco y, aliviado, pudiera verificar que todo eso no pasaba de una farsa bien tramada.

La respuesta me decepcionó:
–¡Qué estupidez! Siempre dormimos juntos. No quedaba mucho para preguntar, pero insistí:
–¿Podrías decirme desde cuando nos conocemos?
Mi insistencia no la contrarió y me parece que debe haberse sentido bien predispuesta en vista de mi creciente embarazo:
–Sólo recuerdo que no fue durante la primavera, época en que florecen mis geranios.
Tenía necesidad de saberlo todo, no obstante estar convencido de la inutilidad de prolongar el interrogatorio:
–Mi primera mujer ¿no sentía celos de nuestra camaradería?
–En absoluto. (Y no era simple camaradería.) Tú sí que los tenías por cualquier cosa, a pesar de conocer –como nadie– su fidelidad. Debes haberla matado precisamente por eso.

–No me hables del crimen –supliqué, tomándola de la cara, una cara firme y fresca. Contemplé sus ojos, castaños y tiernos. La encontré linda. Cauteloso y temiendo ser rechazado, acaricié sus manos pequeñitas. –Creí que eras una sombra.
–Tonterías, ¡Santo Dios! ¿Por qué habría de ser una sombra?
–Lo que pasa es que, últimamente, no hablo con nadie ni reparo en las personas. Esa es la razón de mi demora en aceptar tu presencia..
Me detuve un momento. Miré a los costados y vi que estábamos solos en el salón. Aun sabiendo que el restaurante cerraba temprano, retomé el diálogo:
–¿No te aburría mi constante silencio?
–De ningún modo, nunca dejaste de conversar conmigo.
Volví a mirarla a los ojos: su belleza era diabólica. Tan hermosa que me quitó todo deseo de renovar las objeciones.
Esperé a que terminara de comer y pregunté adonde iríamos.
–A nuestra casa, según creo.

Confieso que me asaltó la curiosidad de saber si nuestra casa sería diferente de la mía. No recordaba exactamente su aspecto y dudé si podría localizarla.
Una vez en el frente de la casa que mi compañía aseguraba que era la nuestra, todavía vacilaba:
–¿Estás segura de que es aquí, Geralda?
Ella sacudió la cabeza afirmativamente, pero no le di importancia al gesto. Sólo me preocupaba llegar a descubrir cómo había logrado adivinar su nombre, porque estaba seguro de haberlo pronunciado por primera vez en ese preciso momento.
Una vez abierta la puerta de entrada se disiparon mis dudas: mi sobretodo de cuello de piel estaba sobre el sofá. Lo único que me llamaba la atención eran algunos detalles en los que antes nunca había reparado. Los muebles, aunque antiguos, eran sobrios, mientras que los cuadros, mal distribuidos en las paredes, desentonaban por su mal gusto. Y había flores por todas partes.

Geralda, sin la más mínima extrañeza, me acompañaba en mis sucesivos descubrimientos.
La curiosidad satisfecha, me acordé de mi esposa. Torpemente y sin saber si procedía bien, extendí las manos para atraerla a mí. Pálida, con el pelo negro, los ojos grandes, ella permanecía sonriendo en el centro de la sala, a la espera de que la abrazara. La emoción, sumada a un terror inexplicable, me contuvo un momento. Pero no me fue posible, sin embargo, reprimir el instinto de exigir la posesión de esa mujer que se ofrecía íntegra a mis brazos. Avancé hacia ella, buscándole la boca. La besé con impaciencia, y sentí un sabor nuevo, como si fuera la primera mujer a quien besara.

Sólo cuando entreví un bostezo en sus labios, me di cuenta de que era tarde. Y nos fuimos a dormir.

Por un instante, encontré extraño que Geralda me acompañara al cuarto. Después, me di cuenta de que me preocupaba en vano: la cama era de matrimonio y tenía dos almohadas. Frente a nosotros, había un tocador con diversos objetos de uso femenino.
Ella comenzó a desvestirse y yo, cohibido, no sabía si debía retirarme o ponerme el pijama allí mismo. Por culpa de la indecisión o por la belleza de sus piernas, me faltó iniciativa y me quedé parado en el medio de la habitación.

Cuando la vi acomodada en la cama, me senté en el borde y me fui quitando la ropa.
Al despertar y sentir el calor de ese cuerpo, me vino una intensa sensación de posesión, de posesión definitiva. Ya no podía dudar de que fuera mía para siempre.
Le hablé largamente, bajito, casi susurrando, sus cabellos rozando mi cara.

Los meses corrían y evitábamos salir de casa. (No quería que los demás fueran testigos de nuestra intimidad, de los cuidados que yo le brindaba.)
Locuaz, alegre, ahora yo gozaba viéndola comer a pequeños bocados, masticando" los alimentos despaciosamente. Algunas veces me interrumpía con una observación ingenua.
–Si la tierra da vueltas, ¿por qué no nos mareamos? En vez de impacientarme, le decía, a modo de respuesta, una cantidad de cosas graves, que Geralda escuchaba con ojos embelesados. Al final, me lisonjeaba con un desmesurado elogio de mis conocimientos.

Los días no tardaron en hacerse largos, y mis atenciones se fueron haciendo rutinarias; se produjo un vacío entre nosotros, hasta que terminé por callar. Ella enmudeció también.
Nos quedaba el restaurante. Y allí nos dirigíamos, guardando un silencio condenado a dolorosa permanencia.
Su cara comenzó a resultarme odiosa, al igual que el reflejo de mi tedio en su mirada. Así las cosas, nacía en mí el deseo de estar solo, sin lograr que Geralda me abandonara jamás, siguiéndome adonde quiera qué fuera. Nervioso, implorando compasión con la mirada, no tenía el coraje suficiente para confesarle lo que pasaba en mi fuero íntimo.

Una tarde en que miraba a las paredes sin ninguna intención aparente, advertí una cuerda colgada de un gancho. La agarré y dije a Geralda, que se mantenía abstraída, distante:
–Te servirá de collar.
No hizo ninguna objeción. Me tendió el cuello, a cuyo alrededor, con delicadeza, pasé la cuerda. En seguida, tiré de las puntas. Mi mujer cerró los ojos como si estuviera recibiendo una caricia. Apreté con fuerza el nudo y la vi caer al piso.

Como era la hora del almuerzo, maquinalmente, me dirigí al restaurante, donde ocupé la mesa de costumbre. Me senté, distraído, totalmente despreocupado. Aun más, estaba sumergido en una dulce sensación de libertad. No había aún elegido el plato, cuando tuve un escalofrío: en la silla, frente a mí, acababa de sentarse una joven señora que, a no ser por el pelo rubio, habría jurado que era mi mujer. Me llenaba de asombro la semejanza que había entre las dos. Los mismos labios, nariz, ojos, la manera de fruncir la frente.

Una vez pasada mi perplejidad, resolví aclarar la desagradable situación:
–¿Eres Geralda? –pregunté, más para iniciar la conversación que para obtener una respuesta afirmativa. Mi mujer tenía el pelo negro y un diente de oro.
–No. Soy tu primera esposa, a la segunda acabas de matarla...
–Sí, ya lo sé. La maté en un acceso de celos...
–¿Acaso podría ser de otro modo, mi pobre Robério?
–¿Robério? –nunca nadie me había conocido por ese nombre. Había alguna equivocación, un tremendo engaño en todo esto.
Traté de recuperar la calma con el objeto de disipar el malentendido:
–Todo eso ya pasó, Joana. Me llamo Godofredo.
–Te engañas, Robério, no podrás olvidarlo.
–¿Quién dice que no podré? –repliqué, agresivo, indignado por su temeridad.
Ella ignoró mi exabrupto. Y fría, irritantemente tranquila, me provocaba:
–Puedes gritar todo lo que quieras, el restaurante está vacío.
–Y ¿por qué está vacío? –pregunté con aspereza, levantando aún más la voz.
Joana era conciente de la inutilidad de toda explicación, pero respondió, tratando de disimular su lástima:

–Sólo nosotros dos frecuentamos este restaurante, que papá compró para ti.
–Nada le pedí a tu padre, y ni siquiera sabía de su existencia. ¡Al diablo con ustedes dos!
A medias nauseado y a medias temeroso, me levanté apresuradamente. Alcancé la acera y salí corriendo sin tener noción de lo que iría a hacer.
Sólo me detuve al llegar frente a la puerta de casa. Eché el cerrojo y tranqué por dentro la puerta de entrada. No había aún guardado las llaves en el bolsillo, cuando me acordé del cadáver de Geralda. Pensé en retroceder, pero me detuve: frente a mí, de pie en el vestíbulo, se hallaba una mujer bastante parecida a mis otras esposas. Tenía la cabellera dorada de Joana y se distinguía de las dos por tener, además de las cejas arqueadas, un anillo de amatista en el anular.
Cayó sobre mí una aflicción desesperante. Le abrí los brazos, y ella entró en ellos, adhiriendo fuertemente su cuerpo al mío. Llevé las manos hasta su cuello, y lo apreté.

Quedó extendida sobre la alfombra y seguí hasta el comedor. No bien entré al saloncito, me asusté: a la cabecera de la mesa, dispuesta a almorzar, sonreía una joven que se parecía extrañamente a Joana y Geralda.
–Naturalmente, eres mi cuarta esposa.
–No, por Dios, apenas somos novios –dijo, indicándome un lugar a su izquierda.
–¿Novia mía?
Espantado, pregunté si hacía mucho tiempo que vivíamos juntos.
–Vivo sola desde que mi padre murió. Tú acabas de llegar y eres mi huésped. Una vez que nos casemos iremos a vivir a la ciudad.

La cinta de terciopelo, que prendía un medallón antiguo al cuello de Isabel, me fascinó por algunos segundos. Desvié la mirada hacia el plato, ya servido, y advertí que había perdido las ganas de comer. Cuando levanté la cabeza nuevamente, se me ocurrió formular algunas preguntas, posiblemente las mismas que le había hecho a mi segunda mujer en el restaurante aquella noche. Desistí, preocupado por descubrir una ciudad que se había perdido en mi memoria.

FIN


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ANIME- Final Fantasy VII- Advent Children

Final Fantasy VII: Advent Children

Final Fantasy es uno de los grandes referentes para tres temas en el mundo del entretenimieno: Juegos de Consola, RPG y Animación.

Sacado a la venta en Japón hace poco (14/9/2005) es la secuela de la primera Exploración en el mundo mediático de esta saga, la película Final Fantasy: The Spirits Within (2001) con una trama que no tenía bastante que ver con FF IX, de un evidente mensaje pro-ecológico.

Este regreso a la animación de la mano de los directores Tetsuya Nomura y Takeshi Nozue, producida por Yoshinori Kitase y con toda la fuerza de SQUARE ENIX detrás es una especie de reencuentro en la animación con los Fans del juego, confieso no haber jugado nunca ninguno de los juegos de la Saga, aunque ciertos temás y personajes me eran familiares.

La trama se desprende de la del juego, en la cual una compañía llamada Shinra extrae la energía vital de la Tierra (aparentemente existe un flujo de energía vital en todos los mundos vivientes el cual se puede aprovechar como fuente energética y de conocimientos, ya que se obtiene lo que se almacena de conocimientos antiguos, a destacar la relación que esto tiene con las creencia geománticas orientales, cuya forma más conocida por estos lares es el Feng Shui) que, por esta razón, comienza a morir lentamente. La cosa empeora cuando Sephiroth, un soldado creado a partir de la materia de una máquina de destrucción extraterrestre (Jenova) emprende una campaña para apoderarse del control del flujo de la vida ¿La razón? invertirlo y matar a todos los seres vivientes. Es al final, el mismo flujo de la Vida quien se encarga de Sephiroth,

Esta gran, de la cual trata el juego, cobra las vidas de Aerith Gainsbourough y Zack, dos miembros del equipo original, lo que ha sumido a su amigo Cloud Strife en una profunda depresión y deseperanza, lo que lo lleva a un profundo aislamiento de todos los demás, incluyendo a Tifa y Marlene, hermana de Aerith.

La aparición de tres ex-soldados, que se hacen llamar los hombres de cabello plateado, buscando a su "madre" resulta ser el inicio de una nueva aventura para Cloud y cia. Todo esto teniéndo que ver con el retorno de Sephiroth y la búsqueda por parte de la humanidad por liberarse de los Geostigma, marcas hechas por el flujo de la tierra trás el desastre de la Corporación Shinra.

Estamos frente a una producción a la que es díficil catalogar dentro de los géneros de Fantasía o Ciencia Ficción, ya que si bien los elementos de la trama son de un RPG, la presentación de estos es bastante futurista, el diseño de escenarios nos recuerda a ciudades post-apocalípticas como las de las películas de Mad Max o el Juez Dredd, en las cuales la desesperanza es el habitante por excelencia.

Una vez que los planes de los hombres de Cabello plateado se revelan, usando a los niños marcados por el estigma para regresar a Sephiroth a la vida, es cuando Tifa y los amigos de Cloud deciden intervenir, apareciendo el mismo Cloud para cumplir su destino y enfrentar a sus miedos.

En este sentido, el tema argumental de fácil destaque a lo largo de la trama es la redención, como Cloud (que es en cierto modo una sombra de Sephiroth) es capaz de dejar de lado su culpabilidad y resentimiento y salir hacia adelante, enfrentando a los desafíos que se le presentan, tanto por él mismo como por las personas a las que quiere. La animación nos ayuda a transmitir este mensaje a través de las expresiones de los personajes.

SQUARE ENIX ya tiene una destacada carrera como productora de animación en 3D, como muestra la anterior película de Final Fantasy ya comentada y el corto The last flight of the Osiris que forma parte de Animatrix. Por lo que no era para nada novedad encontrar una animación de calidad, que en este caso es muy superior a las dos anteriormente mencionadas. Los personajes están hechos con un nivel de detalle bastante realista, decantándose por un diseño de personajes bastante más cercano al tipo Oriental (Cloud, Denzel,Tifa y Yuffie) aunque los "Occidentales" de la trama también están bien presentados.

El manejo del ritmo argumental es, sencillamente, de Otro Lote. Al inicio es lento, pero como es usual en estas producciones, va In Crescendo, hasta las secuencias finales de Acción en las que se decide todo y que en su desarrollo, dejan como pálidas escenas a películas como Matrix o Crouching Tiger, Hidden Dragon por lo vertiginosas y bien detalladas a pesar de esto. Acompañadas además por la Música de Nobuo Uematsu, quien ya había participado en The Spirits Within, que le da un gran realce a las secuencias.

Los puntos bajos de esta producción son pocos, aunque los que no tienen familiaridad con el juego pueden perderse en la trama y algunos diálogos pueden sonar extremadamente recargados, es una producción que vale la pena ver y apreciar en su dimensión.



Otros Recursos:



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9/27/2005

AUTORES- Juan Emar

Un nuevo aporte de Kala Azar, referido al autor chileno Juan Emar


Juan Emar
Alvaro Yáñez Bianchi
(1893–1964)


Considerado por algunos el Kafka chileno. Incomprendido por la critica no fue hasta la decada del sesenta que su obra fue reconocida después de largos y duros años de batalla. Su obra es en cierto sentido compleja y detallista y esta cargada de erotismo. Los cuentos que aparecen en diez (de evidente influencia cubista) son: El pajaro verde, Maldito gato, El perro amaestrado , El unicornio, Papuza, Chezuma, Pibeza,El Hotel Mcquice, El Fundo La Cantera y El vicio del alcohol.


Bibliografía

  • Miltin (1934)
  • Diez (1937)
  • Umbral (5 Tomos)


EL HOTEL MAC QUICE

Juan Emar

Dejamos nuestra habitación, mi mujer y yo, a eso del atardecer. De nuestra habitación pasamos por un corredor angosto a la galería, larga, ancha y alta. Esta galería era sobre todo larga. Su final era dudoso. Era principalmente de color ocre amarillo. Las columnas de mármol, a mitad embutidas en los muros, eran de un ocre ligeramente más claro.

Los paños de muro entre ellos eran casi pardos, bordeados de una franja de oro seguida por otra, ya junto a las columnas, de un tono chocolate. En el techo predominaba el oro, pero un oro viejo. La alfombra era de color tabaco. De cuando en cuando, sea a derecha o sea a izquierda, colgaba de los muros un trapo granate. Una sola vez, un trapo verde esmeralda. El total de todo lo descrito era, como he dicho, ocre amarillo.

Pero volvamos a la alfombra. Era, repito, de color tabaco. Olvidaba decir de tabaco claro. No era esto lo más característico que tenía. Lo más característico era, sin duda, su espesor. Por cierto que no se le podía medir, pues llegaba, la alfombra, por ambos lados, hasta la base de los muros. Pero se le adivinaba por su blandura y, sobre todo, por su total silencio.

Tanto mi mujer como yo y como también el botones que nos precedía con nuestras valijas, al avanzar sobre ella, tomamos un ritmo de péndulo muy lento. Otro olvido: el botones vestía de color guinda, mi mujer de color lana de carnero y yo de color de cocodrilo muerto hace días. Mi sombrero era de un tono de extracto de malta, el de mi mujer de un tono algodón quemado y el del botones de un tono de papel humedecido en agua salada.

Pero volvamos a nuestro modo de andar. Ya que lo comparé con el movimiento de un péndulo, debo advertir que este péndulo se movería, con relación a nuestro cuerpos, de atrás hacia adelante, es decir en el sentido de nuestra marcha, de ningún modo de un lado hacia otro, de ningún modo un balance, en fin, de ningún modo como un ave que se aleja por las piedras.

Si se toma bien en cuenta lo dicho anteriormente, este movimiento podría compararse, aunque de lejos, y, repito, sin olvidar lo anterior, al movimiento que toman los actores italianos en sus óperas mediocres, sobre todo, cuando visten a la usanza del siglo XV, y, más aún, si llevan cada media de un color diferente y una de ellas rayada a lo largo de negro y amarillo. Los camellos también, pero a veces solamente si no llueve y es algo tarde.

Otra particularidad de nuestra marcha por la galería: en todas las marchas de mi vida he sentido con nitidez blanca que soy yo quien avanza y que es inmóvil aquello sobre lo cual avanzo. Esta vez –junto con sentir siempre mi avance–sentía que la galería se movía a su vez y naturalmente –en sentido contrario–. Esto además facilitaba nuestra marcha aunque ni por un momento la aceleró. Esto además me hizo recordar algunas cintas cinematográficas tomadas, por ejemplo, desde la cabeza de un tren: los rieles se precipitan con el paisaje encima y uno queda quieto en su butaca, quieto como la Tierra, como el Sol, cuando la Tierra es la que se mueve. Y esto último a nadie se lo comuniqué, ni a mi mujer ni al botones ni a ningún ser que hubiésemos podido cruzar. Quedó como secreto. Un secreto que se balanceó ligeramente dentro de mí en sentido inverso a mi propio balance, de modo que, regularmente, me golpeó una vez el pecho, otra la espalda, por dentro ambas, se entiende. Contra el pecho era sonido de dardos quebrándose; contra la espalda, de labios carnosos, húmedos, pegados con saliva y sangre. Llegamos al pupitre del conserje. Aquí la galería se ensanchaba en el costado del pupitre, es decir a nuestra derecha. Allí se formaba un nicho grande, tan grande como para dar cabida a veinte y acaso treinta conserjes. Mas no había más que uno. Bajo sus bigotes de ceniza, su librea era de color sangre de toro coagulada. Corrían por ella hilos de oro líquido con antenas movibles.

El conserje no prestaba a ellas ninguna atención. No es de extrañarse pues –olvidé advertirlo– eran las antenas extremadamente finas y no más largas que las de un calluctidonum stridensis, sobre todo cuando bajo guirnaldas de codornices que las velan, duerme, desplegando sus alas de cristal. Este cristal es opaco, entre semen y lava ya por detenerse. Igual tono se hacía en las vidrieras del nicho. Porque todo el fondo del nicho llevaba vidrieras. Quedaban en los sitios que en la galería ocupaban los paños de muros entre las columnas semi embutidas. Su luz golpeaba al conserje por toda su parte anterior, que era, por lo demás, la que nosotros veíamos. Pero, aunque no nos detuvimos, pude saber –acaso sea más prudente decir suponer– cuál era el color allí atrás. Al pasar nosotros, el conserje inclinó la cabeza de modo que lo alto de su gorra, que durante largo rato había recibido la luz de las vidrieras, vino a quedar en el campo de nuestra visión. Por un segundo conservó aún el color tanto rato recibido. Era color telaraña de arañas viscosas de vientre púrpura. Como si una mano cogiera un hilo y tirara hacia arriba, se esfumó resbalando este color. Y quedó la gorra tal cual la librea, sangre de toro coagulada. Pasamos, el conserje y nosotros. Pasó el conserje hacia la succión completa en el glauco de su nicho. Las vidrieras se apagaron. Entonces el único trapo verde esmeralda colocó sus reflejos sobre cada uno de los cristales vacíos.
Nuestro balance aumentó en amplitud y suavidad. Apareció –siempre a nuestra derecha– una puerta atravesada por una flecha de metal. Dóciles a su indicación, dejamos la galería tras botones y valijas. Y entramos a una vasta plaza de goma. Algunos árboles a medio morir obscurecían el enorme silencio hueco de aquel sitio. Antes de seguir diré: el tono de los árboles era aceituna, por sí solo; al estar allí, se rayaba de visos de ébano amargo.

Más o menos por el centro de la plaza nos detuvimos. El botones puso por tierra nuestras valijas que formaron una especie de monolito alto como mi mujer. Cueros de camello, de ciervo, reno, cobra, lagarto, sapo de India, leopardo y lince, se acurrucaron envolviéndose en sí mismos y nos esperaron a mi mujer y a mí mientras el botones desaparecía. Miré entonces la fachada del edificio que acabábamos de abandonar, del gran Hotel Mac Quice. Sus paredes eran de nubes sucias. Donde las nubes son agua y va a llover, había algo rojizo, cobre enmohecido. He visto las flores de la pavlona con un poco de sol contra un cielo azul. Hay que mirarlas largo rato y luego aburrirse sin fumar. Ese era el color de las paredes del Hotel Mac Quice.

El suelo de la calle era como un tronco de Jacarandá tendido, no redondo, sino plano. Los pasos sobre él resonaban como la tos mía de noche a obscuras, cuando, para ahogarla, me cubro la boca con mi gran pañuelo de seda fresca ribeteado de gris acero y con un losange amarillo al centro, me la cubro para que mi mujer no se despierte. Pues yo siempre velo por el sueño de mi mujer y siempre he velado por él. Sin ello, no habría logrado mi mujer ni una noche de perfecta paz, ya que ni una sola, desde que tengo memoria, he dejado de toser, súbitamente, arrancándome del sueño. Porque sueño. Cada noche empiezo a hilvanar el mismo sueño de la misma gacela que viene a mí, viene y va ya a balar en mi sexo, cuando es la gacela una mujer que no identifico. Un instante más y voy a identificarla y me vuelve la esperanza de poder, en adelante, gobernar de otro modo mis pasos en la vigilia. Mas la mujer grita, un acceso de tos me coge la garganta y despierto. Entonces mi pañuelo fresa, acero y amarillo, ahonda, ahueca el eco de la tos, y retumba por la alcoba, quedamente, un ritmo sordo de pasos por una calle de tronco de Jacarandá. Y mi mujer puede seguir su sueño. Así es la calle y la plaza toda en donde ahora estamos. Y allí enfrente la masa de los muros con sus mil ventanas. Sobre lo alto de una hilera de ellas, léese en oro gastado y verde: "Hotel Mac Quice".

Un sentimiento de malestar empezó a invadirme. Luego este sentimiento, lentamente, se fue transformando en un pensamiento que me ocupó entero: empecé a pensar –con dificultad, sí– que de seguro, al abandonar nuestra habitación, algo, por lo menos algo, habíamos dejado olvidado en ella. Algo indiscutiblemente. Vale decir, imposibilidad de seguir adelante sin antes verificar y recobrar. –Un momento –dije.
Crucé los palos de Jacarandá y penetré al hotel por una puertecita lateral que, dándome casi enfrente a la habitación, me ahorró todo el largo paso por la galería de felpa. Abrí, entré, miré. En efecto, habíamos olvidado:

Mi cepillo de dientes de carey color naranja artificial y más aun de jalea de extracto de naranja, 3/4; de caki, 1/4; como las preparadas por mi padre hace veinte años para festejar cualquier éxito de la familia. En el mango de mi cepillo se lee: Garantie. Siempre, antes de usarlo, aplicaba este mango contra el ojo izquierdo y miraba a través de él. Toda la vida hacia el pasado como hacia el futuro, era de jalea con tendencia a derretirse y por la boca sabía, entonces, a susurro de naranjas acres. Todas las mañanas me confirmaba, me prometía comprar por la tarde un cepillo con mango de carne y verdoso para que la vida fuese un aroma de manzanas crujientes. En fin, no se trata de esto. Se trata de que habíamos olvidado mi cepillo de dientes. Habíamos olvidado también un par de zapatos de gamuza blanca que mi mujer llevaba mañana por medio; nuestra máquina fotográfica Voigtlander, 6 x 9; mi sombrero de paja; el jabón para baño; tres sostén senos de mi mujer; dos de ellos rosados, el otro huevo de pato. Este último llevaba un agujero en el sitio del pezón derecho. No era razón para olvidarlo. Además habíamos olvidado su bata, de seda negra por fuera, de franela blanquecina por el interior, con dos manchitas de tinta cerca del cuello y una muy dudosa, mucho, tanto, que varias veces nos había ocasionado acaloradas discusiones, manchitas en forma casi perfectamente redonda, de tono gris pardo y que se hallaba, estando la bata bien cerrada y mi mujer de pie, inmóvil al centro de la habitación, sus ojos contemplándome –¡oh mujer!– se hallaba, digo, justo a dos centímetros sobre la cicatriz de su apendicitis. Habíamos olvidado todas mis corbatas sin excepción alguna (excepto, se entiende la que llevaba y que –olvidé decirlo al describir mi indumentaria– era de color de pergamino limpiado en partes, por lo tanto admirablemente armonizador con mi traje y más aún con mi sombrero). Pero todas las demás, ¡olvidadas! Y hay que ver que eran tres docenas y media. Habíamos olvidado mi reloj pulsera, Longines; un tubo de aspirinas; mi smoking de paño inglés, hecho donde Simos, $ 1.750; una cajita de roble americano con tapas de laca china, conteniendo cuatro condones sin uso, marca "Safety Brothers Ltda.", hechos de tímpano de paloma y yendo, la docena entera, del más fino cerúleo al más bronco azul de Prusia. También, nuestro fonógrafo portátil "Decca", con dos discos de cantejondo, uno de Angelillo y otro de la Niña de los Peines; con tres discos de ópera italiana: Rigoletto, Mefistófeles y Pagliacci; y con un disco con la Carmagnole por un lado y la Internacional por el otro. También un cenicero reclame "Cordón Vert–Champagne Demi–Sec Reims". Un prendedor de corbata que el día antes habíamos comprado para llevarlo de regalo a mi tío Diego y que era hecho con una cereza petrificada engastada en una garra de platino. Habíamos olvidado un paquete con comestibles que mi mujer había preparado cuidadosamente. Contenía ocho sandwichs que deberíamos comer simultáneamente, ella y yo, en cuatro tiempos: los dos primeros eran de queso de cabra silvestre y deberíamos haberlos tragado mientras, como péndulo, avanzábamos por la galería ocre sobre el silencio de la alfombra. Los dos siguientes serían comidos en la plaza, frente al hotel; eran de tiburón ahumado. Los otros dos, una hora después, ya al hallarnos en plena campiña dorada; eran de labios de ruiseñores, serían consumidos junto con traspasar el umbral de la habitación que nos esperaba para cobijar nuestro próximo amor, nuestro mutuo sueño, mi gacela no identificada, mi tos de Jacarandá y su dormir piadoso. También lo habíamos olvidado, el paquetito. Habíamos olvidado además a nuestra gatita de diez meses, Katinka. Apenas me vio llegar y mirar atónito tanto olvido, vino regalona a restregarse en mis pantalones. Y además habíamos olvidado mi bastón de palo de latrodectus formidabilis; el cortapapel; siete paquetes de tabaco habano; un ramo de azaleas, ofrenda del propietario del hotel; el irrigador de mi mujer; las notas para mi próxima novela; una invitación para visitar la exposición vitivinícola; y mis zapatillas de noche de piel de tarántula con dibujitos al óleo representando varias escenas de la pasión y muerte de N.S. Jesucristo. Y habíamos olvidado a mi hermana María que, como si nada hubiese acontecido, seguía en su lecho durmiendo suavemente, bajo las sábanas de espumilla, en su pijama de papel sedoso. Dormía María con una inocencia infinita y, de seguro, cruzaba por hermosos sueños, porque junto a ella alrededor de todo el lecho y mientras las comisuras de sus labios temblaban, se esparcía un vago perfume de ágata recalentada.

Todo eso habíamos olvidado.

No me sentí con fuerzas para recoger tanta cosa, sobre todo porque me asaltó la idea que, a medida que fuese recogiendo, nuevos olvidos se irían presentando a mi vista. Y bien podría ser que fuese asunto de nunca terminar. Así es que sin más, saludé con la mano, pensé: ¡Allá todo ello!, y, por la misma puertecita lateral, volví a la plaza. Mi mujer se había marchado.
Mi mujer se había marchado con todas las valijas. No había dejado ni una sola, ni siquiera una como indicadora del sitio en que, un segundo antes, habíamos estado juntos, unidos y mudos.
Se había marchado.
Me senté en un banco de madera suave, siempre frente a los muros del hotel. El color de las maderas del banco era entre hueso de palta y greda cocida. Mirando fijamente las letras del hotel, este color se rayaba, por rapidísimos instantes, de un azul calavera.
No había nadie en la plaza ni en ninguna de las calles que abocaban a ella.
Esperé media hora. Nadie. Esperé una hora. Nadie. A la hora y 17 minutos de estar sentado en el banco, pasó un hombre. Vestía de negro, las manos en los bolsillos de su gabán, el sombrero hundido en la cabeza. Se envolvía el cuello con una bufanda negra también; pero con algunos hilos de plata gris. Pasó rápidamente, a pasos menudos. Ese hombre, indudablemente, sabía adonde iba. Resumió en su gabán, en su sombrero enterrado, en su bufanda y en su andar precipitado, todo lo que en mí podía haber de esperanza. Así es que lo seguí. Mediaba entre nosotros un trecho de unos 5 a 6 metros. No más.

Entró por una callejuela, se engolfó por otra y otra más, siempre con rapidez.
Las calles aquí no eran como las de nuestras ciudades regulares en que, para pasar de una a otra, hay que doblar en 90 grados a riesgo de seguir indefinidamente por la misma. Aquí eran calles y callejuelas tortuosas y enredadas, de modo que el hombre en cuestión –aunque saliendo de unas para precipitarse en otras– siempre conservaba una dirección única, siempre hacia allá, hacia el este. Del punto de su objetivo, no creo que se desviase nunca más de 15 ó 20 grados. Obvio advertir que luego los corregía aprovechándose de la topografía de la ciudad, y, si del otro lado volvía a desviarse otro tanto, luego también hallaba medio de enfrentar su meta hacia el este.
Estas calles y callejuelas no tenían color porque yo miraba adelante. Es evidente que si en ellas hubiese habido de pronto algún color vibrante –un verde esmeralda, por ejemplo, como el del trapo de la galería; o un escarlata, o un anaranjado, etc.–, mi vista lo habría registrado y, al registrarlo, lo habría enfocado y, al enfocarlo, habría notado que calles y callejuelas tenían, como todo, color. Pero no hubo nada vibrante. Así es que la única concesión que puedo hacer es que todo aquello era grisáceo o ceniciento. Más, no.

Marchamos así mucho tiempo. Al fin, una claridad no muy distante me anunció que nos acercábamos a un espacio más amplio que este dédalo de casas amontonadas. En efecto, pasos más allá, entrábamos a una plaza con algunos árboles en vías de morir. El hombre se sentó en un banco. Yo me senté a su lado, pero no junto a él. Como el banco era bastante largo, dejé que entre nosotros mediara un par de metros. Al frente teníamos un gran edificio con mil ventanas. Allí se leía en grandes letras de oro gastado y verde: "Hotel Mac Quice".

Naturalmente, al leer esas letras, juzgué que me era necesario un poco de orden en mis ideas y sobre todo en mis hechos, pues esto estaba completamente fuera de todos mis hábitos.

Me revolqué entre varias suposiciones turbias, hasta que una luz –algo dudosa, algo opaca– brilló en mi mente: el hombre, aprovechándose de la tortuosidad de la ciudad, no había marchado siempre hacia el este, sino que –sin que yo lo advirtiese– había hecho un gran rodeo y había vuelto a la plaza por la calle opuesta a la que había tomado al salir de ella.

Después de un corto reposo, el hombre se levantó y siguió su marcha. Tomó el mismo camino que la vez precedente. Yo me coloqué a 6 metros de él y, ¡adelante!
Por si la cosa se repetía, tomé de inmediato mis precauciones. Justo encima de nuestra marcha parpadeaba una estrella desteñida. La fijé con detención. No había medio de confundirla. Abajo, formándole triángulo, palidecían dos otras: arriba, algo de la derecha, una cuarta vagamente rojiza. Y, por lo demás, eran ellas cuatro las únicas que brillaban, al menos en todo ese sector del cielo. ¿Con qué confundirlas? Para mayor precaución consulté mi pequeña brújula. ¡Bien! Norte a mi izquierda, sur hacia el hotel, oeste perforándome el vientre, este tras el hombre bajo las cuatro estrellas. Así, pues, ¡adelante!

Marchamos, marchamos, marchamos. Mis ojos iban del hombre a las estrellas, de las estrellas a la brújula, de la brújula al hombre. Las callejuelas se retorcían un poco de cuando en cuando. Si el hombre caía hacia la derecha, las estrellas, para compensar, caían como un mástil, en la misma magnitud, hacia la izquierda. Y para que todo quedase cual es la voluntad del Sumo Hacedor o sus cardenales, mi aguja, desde su esfera, me rozaba la tetilla del corazón.

Luego el hombre corregía. Las estrellas se suspendían sobre nosotros y la aguja se me alejaba perpendicular a mi costado izquierdo. Y cuando el hombre tumbaba al otro lado, lo primero se repetía hacia la derecha, acompasadamente, titilando allá arriba las cuatro minúsculas luces contra el cielo.

Marchamos sin variar rumbo. Marchamos hacia el este.
Hasta que después de larga marcha, llegamos a la claridad de una plaza grande. Arboles semivivos, bancos largos, Jacaranda. Al frente gruesas letras: "Hotel Mac Quice". El orden puesto a mis ideas la vez anterior, se deshacía. Pensar que las estrellas se moverían según nuestra marcha, habría sido absurdo. Otro tanto para la aguja de la brújula. Era menester otra explicación, Cualquiera otra, con tal que fuese otra.

No encontré más que una. Hela aquí: Un nuevo concepto de la estética urbana.
¿Por qué no? Yo, por mi parte, siempre había soñado con distribuir de otro modo centros y grandes edificios de una ciudad y, por ende, las arterias que los unirían. En mis sueños las ciudades se redondeaban; su plano llegaba a ser una gran filigrana redonda. Pues bien, la idea realizada aquí podía ser diferente, al menos en lo que yo hasta ahora había apreciado. Una idea larga y, en esta longitud a distancias regulares, poner los grandes hoteles de la ciudad. Para mayor armonía, todos estos hoteles serían iguales e iguales también las plazas que los enfrentaban. Para llevar la armonía a su máximo, se llamarían todos de igual modo: "Mac Quice". ¿Por qué no? Otra explicación no me venía.

Y el hombre se puso en marcha nuevamente.
Callejuelas sin color, estrellas, brújula. El hombre entró a una plaza, se detuvo y se sentó. Yo entré tras él y, como él, me detuve y mésente. Al frente se leía: "Hotel Mac Quice".
Vaciló mi concepto sobre una nueva estética urbana.
Siguió el hombre. Otra plaza. "Hotel Mac Quice".
Vaciló mi concepto sobre una nueva estética urbana.
"Hotel Mac Quice".
Vacila, vacila el concepto.
"Hotel Mac Quice".
"Hotel Mac Quice".
No era posible semejante concepto sobre la estética urbana. Lo que tres veces repetido resultaba magnífico –al menos para mi gusto–, repetido así, diez, quince y veinte veces, resultaba de un absurdo intolerable.
Bien. Por eso los hombres no repiten, no prolongan nada, más allá de ciertos límites harto restringidos. Lo más sólido que tengan, prolongado se les vuelve absurdo. No lo hacen, no. Así es que aquí tampoco lo hacen, tampoco lo han podido hacer.
Me era necesario encontrar otra explicación. Hela aquí: lo que ocurre es que, entre plaza y plaza, entre hotel y hotel, damos una vuelta al mundo, ni más ni menos... No hay sobre la Tierra más que una sola plaza con árboles muriendo y con ecos de Jacarandá.

No hay sobre la Tierra más que un "Hotel Mac Quice".
Es la solución.
El hombre ha tomado asiento por la quincuagésima quinta vez. Quincuagésima quinta... Es tiempo, lo es sobradamente, de cerciorarse en definitiva de lo que ocurre. Pues podría ser que hubiese aún otra solución. Está ello dentro de las posibilidades. Es tiempo –en vez de seguir devaneos–de ir recto al conocimiento de tal solución, si existe. Es decir, preguntárselo al hombre.
Dos metros entre nosotros. Suavemente resbalo hacia él. Entre nosotros, no más de medio metro. Entablamos conversación.

Pensé ante todo en el color que ella tendría. Recogí en mi cerebro cuanto datos alcancé: sitio, hora, circunstancias, etc. El color que tendría nuestra conversación sería el del agua pura en un vaso de cristal azulado, cayendo cerca de él un último rayo de sol de naranjas y siendo todo alrededor aire encerrado de piedras.
Este u otro, no podría, sin embargo, romper el silencio diciéndole al amigo:
–Caballero, hablemos y, si hablamos, cuanto digamos... –y lo demás ya anotado.
Preferible dejar de lado lo que se refiere al color e ir, directamente, al asunto por conversar.
Pero aquí la elección se me presentó erizada de dificultades. Era menester algo no muy ajeno en la historia; para este hombre, sin duda, a medida que los hechos se distanciaban, se cubrían de indiferencia. Algo de palpitante actualidad...; siempre la palpitante actualidad puede presentar un lado dudoso, sospechoso; puede ser para enredarle a uno, para acarrearle un compromiso. Y luego...
El hombre se levantó y se marchó por la misma callejuela. Marchamos. Llegamos a una plaza de goma; nuestros pasos resonaron como palos de Jacarandá; sobre muros de nubes sucias y flores de pavlona se leía: "Hotel Mac Quice".

Asiento.

Algo de mi vida privada, de mis luchas y sinsabores: la desaparición de mi mujer o las mil cosas olvidadas en la habitación del hotel. ¿Allí? Seguramente, Porque no hay más que un Hotel Mac Quice en todo el globo terrestre. Pero es el caso que un hombre que, de buenas a primeras, prorrumpe con su vida privada, hace lujo de una mediocridad, de una debilidad vergonzosa. Y excusado decir que a un hombre así no es posible darle datos, proporcionarle conocimientos sobre asunto tan complejo y sobre todo tan hondo como era el que me ocupaba y atormentaba.
Se puede hablar del tiempo, de los tonos callados que envuelven plazas, hoteles, ciudades enteras. Pero el hombre pensaría: "Este sujeto me ha seguido durante cincuenta y seis plazas para, al final, hablarme de tales cosas..."
" ¡Un imbécil, a no dudarlo!"
¡Cincuenta y siete!
¿Y hablar, hablar, no más, cualquier cosa? Cualquier cosa, al ser hablada, no se ubica en la historia, es permanente. Cualquier cosa no atañe la vida privada, flota encima de los hombres, sin penetrarles en la médula. ¡Ah!, más ahora pienso que todo puede ser cualquier cosa, según el rostro del que lo anuncie y del rostro del que lo escuche.

Y no puedo asegurar nada sobre mi rostro una vez ya algo enunciado, una vez que lo enunciado lo vea alejarse de mis labios y, más aún, si es color de agua pura, vaso de cristales azulados, sol de naranjas, aire de piedra. ¡Qué decir si me es posible responder del rostro de otro ser al recibir tales cosas!
¡Cincuenta y ocho!
Mas lo que se habla siempre, lo que habla todo el mundo, espontáneamente. Cuando se habla, se habla, se habla...
¡Cincuenta y nueve!
Toser, revolver el cerebro, oír el país entero en su hablar y enredarse en su engranaje de lengua. ¡Vamos! ¡Prisa!
¡ ¡Sesenta!!
¡Habla, habla, habla...! ¡Venga!
–Caballero... –empecé. Tos. Paso en un relámpago mi gran pañuelo, fresa, acero y oro. La gacela. Su sueño.
–Caballero... –El mundo ya me era un caos.
–Caballero, ¿qué piensa usted de Marcel Proust?
Al oír mi pregunta, su corbata palideció.
Ahora se va por la misma callejuela. Yo me agarro, me arraigo al banco hueso de palta y grada cocida. Hundo las uñas. A medida que el amigo se aleja siento que del pecho, a través de la ropa, me chupan.
Desapareció. Vuélveme el pecho.
¿Y si ahora yo sólo partiese en un sentido diferente?
A pasos lentos, volviéndole la espalda a las paredes del hotel, me alejé... Pasé bajo los árboles semimuertos. Bajo ellos los visos de ébano amargo que los rayaban, eran pardos de Siena rayados a su vez de tiza gris.
Seguí. Las callejuelas por donde anduve, tenían mucho de esta tiza. Una vez, de un balcón, colgó un trapo oriental color damasco. Otra vez, de otro balcón, cayó una orquídea.

De pronto, entre tres o cuatro casas, se abrió una plazoleta. Al centro silbaba un chorro de agua. Al fondo, un pequeño hotel. Sus muros blanquecinos se chorreaban de una pátina piel de puma. En viejas letras de plomo se leía: "Hotel O'Connor".
Sus ventanas eran de un verde veronés extremadamente brillante. Una de ellas se abrió de par en par. Su hueco era tono de fondo de cuba granate. Sobre este fondo y ribeteada por el verde brillante, apareció y se encuadró mi mujer. Al verme, agitó un pañuelo de violetas frías. Yo contesté con una mano de pergamino añejo.
Subí. Visité, una tras otra, las catorce piezas del hotel. Entreabría cada puerta, alargaba el cuello y proyectaba dentro la cabeza. Volvía la cabeza sin haber percibido a nadie. Únicamente, las piezas mismas. Las piezas –que de fuera eran fondo de cuba granate– eran por dentro de tinta espesa. Al frente de cada ventana era un rectángulo de cadmium limón, en sus tres cuartos superiores. El cuarto inferior, al ser la techumbre de los edificios vecinos, sobre ese cadmium, lila fresca.

Nadie. Salvo en una pieza un anciano envuelto en una bata terrosa. Al verme, me lanzó un escupitazo.
Nadie más. Nada de mi mujer.
Bajé. Encuadrada en su ventana, agitó sus violetas frías.
Subí. Nadie.
Bajé. Siempre sus violetas frías.
Partí en busca del hombre. Estoy en busca de él. Sigo, sigo en su busca. En tiempos regulares paso ante la mole del Hotel Mac Quice. Minutos después, paso el pequeño Hotel O'Connor y mi mujer, desde su ventana me saluda.
¿Cuestión de volver la cabeza?
Seguramente. Mas, ¿qué ganaría con saber que viene o no viene tras de mí?
"Hotel Mac Quice".
"Hotel O'Connor".
"Hotel O'Connor".
"Hotel Mac Quice".

FIN



Chuchezuma

Juan Emar


Maldita sombra de belleza perentoria Enlutada de carne moribunda y agria En un estado de pureza profanada Llamas al acto mismo de los deseos Virgen sediciosa en mi alma acorralada Destiérrame al cosmos de tu sexo eterno Purga con tu cuerpo mi mal enraizado De besos hoscos, tu fuego purificados. Esgrime con tus senos en mis manos Ese cáliz de piel acongojada y fatua Y bebe de mis venas el pecado eterno De caer por ti, a tus pies, envenenado. La mayéutica precaria mis dedos sacros Sacará de tus entrañas al hijo inerte, Morderás mis labios saturados de asco Y de placer milenario e irrealizable. ¿Gritas? ¿lloras? Gime mujer pura y puta: acércate a beber un rato, que nada nos quedará mañana.


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AUTORES - Alejo Carpentier

Kala Azar hace otro aporte a nuestra galería de autores fantásticos latinoamericanos, tratando ahora del gran Alejo Carpentier



Alejo Carpentier
(1904-1980)


Novelista, ensayista y musicólogo cubano, radicado en Paris. Recibió influencias directas del surrealismo (amigo de Andre Breton). Acuño el termino de Lo Real Maravilloso en la literatura. Es considerado uno de los grandes escritores del siglo xx.


Más Información en:
http://www.cubaliteraria.com/autor/alejo_carpentier/

Bibliografía



Viaje a la semilla


Alejo Carpentier

I

—¿Qué quieres, viejo?... Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto— cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.

Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se desploblaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.

Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.



II

Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.

Los cuadrados de mármol, blancos y negros volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación. En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.

El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas.

Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.

Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida.



III

Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.

Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad.

La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.

Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo.

Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel.

Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.



IV

Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.

Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: «¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!» No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el vestido traído de París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la Colonia.

Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.



V

Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad.

Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas—relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre.

Después de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada.

Marcial siguió visitando a María de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de altas rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.



VI

Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.

Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo.

Llegaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia. Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, su sumó al guirigay, buscando en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván, de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levantó aplausos. La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.

Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían hecho según el reciente patrón de «El Jardín de las Moodas». Las puertas se obscurecieron de fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego. se jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca—así fuera de movida una guaracha—sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.



VII

Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.

Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto. «León», «Avestruz», «Ballena», «Jaguar», leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, «Aristóteles», «Santo Tomás», «Bacon», «Descartes», encabezaban páginas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas.

¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su categorla de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.

Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infiemo, renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el umbral de los perfumes.

Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que recobraban su color primero.



VIII


Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de mármol.

Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.

—¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...

Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.

Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario—como Don Abundio—por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre.

Cuando llovía, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda de calderones-órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.



IX

Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis pasteles de la confitería de la Alameda—cuando sólo dos podían comerse, los domingos, despues de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce. Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras.

Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.

Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los «Sí, padre» y los «No, padre», se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa.

Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salla, en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después, llorosa y desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.

El padre era un ser terrible y magnánimo al que debla amarse después de Dios. Para Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.



X

Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.

Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.

En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas, sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el «Urí, urí, urá», con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.



XI

Cuando Marcial adquirió el habito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.

Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.

Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón, para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.

Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de «bárbaro», Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que decía «urí, urá», sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.
—¡Guau, guau! —dijo.

Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus manos objetos que estaban fuera del alcance de sus manos.



XII

Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoiria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.

Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.

Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas.

Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro, volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.



XIII

Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más seguramente llevan a la muerte.

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9/23/2005

AUTORES - Juan José Arreola

Otra Contribución de Kala Azar, ahora acerca del Autor Juan José Arreola



Juan Jose Arreola.
(1918-2001)

Escritor Mejicano considerado uno de los magos del “silencio poetico y del texto breve” y uno de los tres grandes innovadores y maestros de la prosa mexicana junto a Juan Rulfo y Agustin Yañez.. Jorge Luis Borges escribio de el: Que yo sepa, Arreola no trabaja en función de ninguna causa y no se ha afiliado a ninguno de los pequeños "ismos" que parecen fascinar a las cátedras y a los historiadores de la literatura. Deja fluir su imaginación, para deleite suyo y para deleite de todos.

Frase celebre:El hombre recurre a la verdad solo cuando esta escaso de mentiras.

Bibliografía


  • Varia invención(1949)
  • Confabulario (1952)
  • La Feria (1963)(novela)
  • Palindroma (1971)


Cuento de horror


La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.

FIN

La migala


La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.

El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.

La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.
Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.

Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.

Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.

FIN

Baby H. P.


Señora ama de casa: convierta usted en fuerza motriz la vitalidad de sus niños. Ya tenemos a la venta el maravilloso Baby H.P., un aparato que está llamado a revolucionar la economía hogareña.

El Baby H.P. es una estructura de metal muy resistente y ligera que se adapta con perfección al delicado cuerpo infantil, mediante cómodos cinturones, pulseras, anillos y broches. Las ramificaciones de este esqueleto suplementario recogen cada uno de los movimientos del niño, haciéndolos converger en una botellita de Leyden que puede colocarse en la espalda o en el pecho, según necesidad. Una aguja indicadora señala el momento en que la botella está llena. Entonces usted, señora, debe desprenderla y enchufarla en un depósito especial, para que se descargue automáticamente. Este depósito puede colocarse en cualquier rincón de la casa, y representa una preciosa alcancía de electricidad disponible en todo momento para fines de alumbrado y calefacción, así como para impulsar alguno de los innumerables artefactos que invaden ahora los hogares.

De hoy en adelante usted verá con otros ojos el agobiante ajetreo de sus hijos. Y ni siquiera perderá la paciencia ante una rabieta convulsiva, pensando en que es una fuente generosa de energía. El pataleo de un niño de pecho durante las veinticuatro horas del día se transforma, gracias al Baby H.P., en unos útiles segundos de tromba licuadora, o en quince minutos de música radiofónica.

Las familias numerosas pueden satisfacer todas sus demandas de electricidad instalando un Baby H.P. en cada uno de sus vástagos, y hasta realizar un pequeño y lucrativo negocio, trasmitiendo a los vecinos un poco de la energía sobrante. En los grandes edificios de departamentos pueden suplirse satisfactoriamente las fallas del servicio público, enlazando todos los depósitos familiares.

El Baby H.P. no causa ningún trastorno físico ni psíquico en los niños, porque no cohíbe ni trastorna sus movimientos. Por el contrario, algunos médicos opinan que contribuye al desarrollo armonioso de su cuerpo. Y por lo que toca a su espíritu, puede despertarse la ambición individual de las criaturas, otorgándoles pequeñas recompensas cuando sobrepasen sus récords habituales. Para este fin se recomiendan las golosinas azucaradas, que devuelven con creces su valor. Mientras más calorías se añadan a la dieta del niño, más kilovatios se economizan en el contador eléctrico.
Los niños deben tener puesto día y noche su lucrativo H.P. Es importante que lo lleven siempre a la escuela, para que no se pierdan las horas preciosas del recreo, de las que ellos vuelven con el acumulador rebosante de energía.

Los rumores acerca de que algunos niños mueren electrocutados por la corriente que ellos mismos generan son completamente irresponsables. Lo mismo debe decirse sobre el temor supersticioso de que las criaturas provistas de un Baby H.P. atraen rayos y centellas. Ningún accidente de esta naturaleza puede ocurrir, sobre todo si se siguen al pie de la letra las indicaciones contenidas en los folletos explicativos que se obsequian en cada aparato.

El Baby H.P. está disponible en las buenas tiendas en distintos tamaños, modelos y precios. Es un aparato moderno, durable y digno de confianza, y todas sus coyunturas son extensibles. Lleva la garantía de fabricación de la casa J. P. Mansfield & Sons, de Atlanta, Ill.

FIN

Technorati tags: Juan José Arreola, autores latinoamericanos, la migala, Baby H. P.

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