10/26/2005

RESEÑA - Pequeño, Grande


John Crowley (Nueva York, 1942) es uno de los más prolíficos y reconocidos escritores norteamericanos del género. Ganador del World Fantasy award por esta obra(1981), nos lleva en un paseo familiar de proporciones extraordinarias en esta novela.

Pequeño, grande Se inicia en el mismo tono de un cuento de hadas, que uno puede sentir en el tono de su redacción, amable y lineal, aunque con una trama que progresa a saltos y cuanto más cerca al final, es más vertiginosa en su estilo.

La historia se inicia con el viaje de casamiento de Smoky Barnable, prueba impuesta por la familia de su pretendida, la rubicunda beldad Daily Alice Drinkwater, quien es considerablemente más alta que él.

Este es el inicio de una aventura que nos lleva a la misteriosa Edgewood, mansión que corona el centro de un pentáculo (figura mágica bastante conocida), y donde más de un secreto se oculta.

Edgewood no es una casa ni una mansión particular, es un espacio donde diversas tendencias arquitectónicas se mezclan, formando un conjunto de indudable exotismo pero cuyas partes poseen un valor estético propio, enmarcado dentro de un estilo conocido.

Esto mismo puede decirse de los personajes de la historia, comenzando con el primer acto (la novela está dividida en cinco actos o partes, en la que varios personajes se reparten el peso argumental) centrado en las particularidades de la casa y la familia Drinkwater, comenzando con el padre de Alice, John Storm Drinkwater, hijo ilegitimo de August Drinkwater, famoso por sus dotes de seductor, que tenían algo que ver con la ayuda de ciertos entes sobrenaturales, cuya presencia no explicitada le da forma a la trama.

Así, somos testigos de la obsesión de Auberon Drinkwater, quien usaba a sus propias sobrinas, fotografiándolas desnudas cuando niñas para atraer la atención de esos seres, que parecen estar unidos al destino de los Drinkwater por algo llamado "El cuento," que gobierna sus vidas pero que no puede ser conocido realmente, salvo por señas indirectas, como las extrañas cartas de la tía Cloud, que se asemejan al Tarot, pero con figuras muy distintas y que recuerdan a personajes legendarios.

La historia, poseedora de un enfásis extraordinario en los detalles y las emociones de los personajes, fluye a través de las diversas texturas de explicación que los personajes emplean para liar con la constante sorpresa del mundo a su alrededor, y que está plagado de rituales reales o imaginarios para sobrellevarlo, como un perludio a la iniciación en algún misterio mayor, que por cierto existe.

Y es que, Pequeño, Grande trata de nada menos de la construcción de una mitología, o en todo caso, de su reconstrucción y es precisamente ello de lo que se trata "el cuento" la historia por la cual, un mundo sumido en la razón y la extrañeza vuelve a abrazar la magia de una naturaleza que, agredida, contrataca sutilmente y sin cejar.

Se puede hacer un parangón en este sentido, con la obra de Gabriel García Marquez,Cien Años de Soledad, Con la cual comparte elementos más que obvios, veamos:

1. La Predestinación, los objetos que demuestran, mediante claves esotéricas, que la mano del destino es inexorable, así como los rollos de Melquiades contienen la verdad de la familia Buendía, El cuento de los Drinkwater, o mejor dicho, la tierra de los Drinkwater (como Smoky averigua al final de la historia) oculta el dstino y propósito de sus vidas y sus esfuerzos.

2. El afán por el asombro, lo improbable es cierto y puede ocurrir en Edgewood, siendo los designios del cuento inescrutables y a veces dolorosamente incomprensibles. Como la desaparición de la hija de Sophie Drinkwater, Lilac, para actuar su parte en el plan.

3. Profusidad en los detalles y personajes, Pequeño, grande es una novela abundante en descipciones que van desde la Arqitectura de Edgewod hasta los pormenores de los momentos de intimidad entre los personajes.

Comparaciones aparte, el texto está dividido en cinco partes (o libros) que se centran en un respectivo personaje, así, en los dos primeros, es el punto de vista de Smoky el que prevalece, sin embargo, en el tercero y el cuarto, situados en el tiempo a veinticinco años de los anteriores, toma la voz narrativa su hijo menor Auberon, quien ha ido a la ciudad a buscar su destino. Por último, en el acto final, son varios los personajes que narran la historia, pero la presencia de la madre de Auberon, Daily Alice Drinkwater,es fundamental.

En resumen, un libro complejo, escrito como cuento de hadas, que habla principalmente de amor, familia y destino, y de las paradojas que la vida tiene, enseñándonos a redescubrir lo mágico en cada uno de nosotros, que podemos encontrar en la belleza del instante.

John Crowley, Pequeño grande, Little big, fantasía

10/20/2005

Los zombies de George A. Romero


Tengo un motivo más para morir tranquilo, y es que he visto completa la tetralogía sobre zombies que ha filmado, a lo largo de los últimos años, George A. Romero.

Su mítica “La noche de los muertos vivientes” (1968), tiene el aura maldita de no haberse estrenado comercialmente en Perú, aunque gracias al cable, y en su momento, al Canal 11 de Ricardo Belmont, pudo verse en la televisión. Filmada en blanco y negro, nos ofrece la génesis de un mundo de zombies: la explosion de una nave espacial de regreso a la Tierra, probable portadora de una radiación de origen desconocido, hace que los muertos recientes se levanten de sus tumbas con el objetivo de comerse a los vivos. Así empieza...
Parece mentira que una situación tan truculenta pueda desencadenar una sensación contínua de horror y angustia. Pese a que los zombies son lentos y torpes, los humanos no pueden contra ellos. Así, un grupo reducido se refugiará en una casa para ir muriendo de uno en uno, ya sea a manos de los zombies, ya sea por sus propias tensiones o miedos. Como en el resto de los filmes, los roles protagónicos son grupales y mixtos: están conformados por hombres y mujeres, blancos y negros. Pasada “La noche de los muertos vivientes”, los zombies pasan a convertirse en un peligro menor y evitable, pues se descubre que disparándoles al cerebro, “mueren”.


Sin embargo, en “El amanecer de los muertos vivientes” (Dawn of the living dead, 1978), las cosas no han sido tan simples. El número de zombies se incrementa, obligando a los humanos a replegarse en refugios. Un grupo de sobrevivientes integrado por una mujer y tres hombres que viven en sospechosa armonía se refugia en un gran centro comercial, donde cuentan con todo lo necesario para sobrevivir: alimentos, ropa, energía, entretenimiento.... los zombies rondan, pero carecen de iniciativa e ingenio para intentar alguna solución contra las barreras del centro comercial... hasta que por accidente, logran entrar. Pero, sorpresivamente, la gran mayoría de zombies se dedica únicamente a deambular por los inmensos espacios comerciales, observando con aparente curiosidad los escaparates y usando las escaleras mecánicas. “Es posible que cuando estaban vivos, venir al centro comercial fuera su única diversión. Ahora que están muertos, siguen viniendo aunque no saben por qué”. Este comentario de uno de los protagonistas es terriblemente irónico y agudo. En efecto, ¿qué diferencia hay entonces entre estar vivo y estar muerto, si la existencia se limita a un ir y venir por un centro comercial escuchando música ambiental? Resultamos siendo tan “zombies” como los muertos vivientes. Tras un largo interludio en el cual nuestros protagonistas disfrutan (acaso al igual que los zombies) de todos los bienes ofrecidos por la sociedad de consumo, otro grupo de humanos hará su aparición, destruyendo con su codicia esta relación de buena vecindad. Una pareja, compuesta por una blanca y un negro, logrará escapar hacia un posible lugar mejor (en todas las películas, los protagonistas “saben” de la existencia de regiones donde no hay zombies).


Tras el amanecer, siguió “El día de los muertos vivientes” (Day of the dead, 1985), en el que nuestros zombies se hacen más numerosos y los humanos más escasos. Esta vez, los sobrevivientes de turno están refugiados dentro de instalaciones militares, coexistiendo tensamente con civiles y científicos. Como buenos militares, intentan desarrollar una estrategia para acabar con los zombies, pero en buena cuenta, solo les sirve para sobrevivir. Mientras tanto, uno de los científicos ha iniciado una serie de experimentos con la finalidad de analizar el comportamiento de los zombies, logrando cierto éxito (y una relación casi paternal) con uno de ellos. Dentro de la atmósfera de tensión y reclusión de esta película, hay un espacio de humor (bueno, hay varios, pero en este caso, no se trata de humor negro) cuando vemos al zombie intentar afeitarse o aprendiendo a utilizar un walkman. Sin embargo, estos avances no significan nada para los militares, quienes solo piensan en términos de amigo-enemigo. Otra vez, sus miedos y ambiciones contribuirán a desencadenar la tragedia, cuando un grupo de zombies mantenidos en cautiverio para experimentar se libere, ocupando las instalaciones militares y permitiendo el ingreso de sus “colegas” del exterior. Nuevamente, una pareja conformada por una blanca y un negro logran huir en búsqueda del paraíso sin zombies, simbolizado por las islas del sur... “El día de los muertos vivientes” parecía ser el final de la serie, pues la idea, aparentemente, no daba para más.

“La tierra de los muertos vivientes” (Land of dead, 2005) es, más que una digna continuación, un cambio de perspectivas y – si se quiere-, un manifiesto en pro de la convivencia pacífica entre seres diferentes, o al menos, tan diferentes como pueden ser los vivos y los muertos
Con jugada maestra, Romero da una vuelta de tuerca completa y hace que el espectador simpatice más con los zombies que con los humanos. Éstos últimos han logrado refugiarse en una ciudad rodeada por dos ríos y una gran valla que la hace inexpugnable a los zombies. La vida dentro de esta ciudad, empero, dista de ser idílica, y no por la existencia de los muertos vivientes, sino por que reproduce todos los vicios de la humanidad: corrupción política, divisiones sociales absurdas, crimen organizado, policía represora... A diferencia de otras entregas, aparecen latinos en escena (John Leguizamo hace de “Cholo”, un matón que lleva un tatuaje de algo que parece un tumi en un hombro), y como homenaje, Asia Argento (hija de Darío Argento, cineasta italiano cuya película “Infierno” no me cansaré de recomendar nunca) y Tom Savini (el zombie del machete), director también de películas italianas de zombies.
Los humanos de la ciudad basan parte de su subsistencia en incursiones ocasionales a otras ciudades, pobladas definitivamente por zombies. Estos zombies, conscientes de la ausencia de seres humanos que comer, se dedican a deambular por ahí, acaso reconstruyendo lo que les queda de memoria. Así, un grupo de zombies integra una retreta en un parque intentando tocar penosamente instrumentos musicales. Una pareja que en vida fueron novios o enamorados pasea de la mano, y así... Este edén zombie es interrrumpido por la presencia ocasional de humanos que, habiéndoles perdido el miedo, saben distraerlos con fuegos artificiales que vuelven a los zombies más pasivos que lo habitual , al punto de ignorar la presencia de la codiciada carne humana fresca. Lo malo es que no faltan humanos fastidiosos que, por puro gusto, gastan bromas a los zombies (les arrancan miembros o los matan). Un zombie es asesinado por un grupo de motociclistas, ante la vista de un muerto viviente que en vida fuera un negro y fornido operario de una estación de gasolina. Este zombie “reacciona” de manera distinta a los demás. Muestra ira ante el maltrato de los humanos, y razona que estos provienen de la ciudad aislada, cuyo edificio más alto (y plenamente iluminado) brilla como un faro que guía a un grupo cada vez más creciente de zombies, liderados por el zombie grifero. El enfrentamiento entre zombies y humanos, empero, es menos cruento que el enfrentamieto entre humanos, incapaces de mostrar la determinación y fidelidad que muestran los zombies entre sí. Los protagonistas, un grupo de descontentos con el sistema, deberán optar entre escapar o quedarse para ayudar a la población inocente. La escena más significativa de esta película es aquella en la que, teniendo a un grupo de zombies en la mira, los protagonistas humanos (también los hay) deciden no eliminarlos, pues los consideran que, al igual que ellos, simplemente buscan un lugar donde vivir (por cierto, para esta entrega, el paraíso terrenal está en las desoladas tierras canadienses).
Como en las otras películas (excepto la primera), la humanidad (y los zombies) siguen moviéndose...

Daniel Salvo

Technorati tags: Zombies, George Romero, La noche de los muertos vivientes, El amanecer de los muertos vivientes, El día de los muertos vivientes, La tierra de los muertos vivientes

10/18/2005

AUTORES- Algernon Blackwood

Una nueva colaboración de Kala Azar, ahora acerca del autor inglés Algernon Blackwood


Algernon Blackwood
(1869- 1951)

Ingles, Maestro del cuento preternatural, fue un prolífico autor de fantasía y terror. Su cuento “The Willows” es considerado una de las mejores obras jamás escritas en el terreno de lo sobrenatural.
H. P. Lovecraft dice de el: "Comprende, mejor que nadie, cuán plenamente viven algunos espíritus sensibles en el límite del sueño, y cuán relativamente leve es la distinción entre las imágenes formadas por objetos reales y las suscitadas por el fuego de la imaginación".

Bibliografía (en español)

  • La Casa Vacía
  • El Valle Perdido
  • Culto secreto y otros relatos
  • John Silence, investigador de lo oculto.


Transición

Algernon Blackwood


John Mudbury regresaba de sus compras con los brazos llenos de regalos navideños. Eran las siete pasadas y las calles estaban atestadas de gente. Era un hombre corriente, vivía en un piso corriente de las afueras, con una mujer corriente y unos hijos corrientes. Él no los consideraba corrientes, aunque sí los demás. Traía un regalo corriente a cada uno: una agenda barata para su mujer, una pistola de aire comprimido para el chico y así sucesivamente. Tenía más de cincuenta años, era calvo, oficinista, honesto de hábitos y manera de pensar, de opiniones inseguras, ideas políticas inseguras e ideas religiosas inseguras. Sin embargo, se tenía a sí mismo por un caballero firme y decidido, sin percatarse de que la prensa matinal determinaba sus opiniones del día. Y vivía... al día. Físicamente estaba bastante sano, salvo el corazón, que lo tenía débil (cosa que nunca le preocupó); y pasaba las vacaciones de verano jugando mal al golf, mientras sus hijos se bañaban y su mujer leía a Garvice tumbada en la arena. Como la mayoría de los hombres, soñaba, ociosamente con el pasado, se le escapaba embarulladamente el presente, e intuía vagamente -tras alguna que otra lectura imaginativa- el futuro.

-Me gustaría sobreexistir -decía- si la otra vida fuera mejor que ésta -mirando a su mujer y sus hijos, y pensando en el trabajo diario-. ¡Si no...! -y se encogía de hombros como hace todo hombre valeroso.

Acudía a la iglesia con regularidad. Pero nada en la iglesia lo convencía de que iba a subsistir en la otra vida, ni le inclinaba a esperar tal cosa. Por otra parte, nada en la vida lo convencía de que no fuera o no pudiera ser así. «Soy evolucionista», le encantaba decir a sus pensativos amigotes (delante de una copa), ignorando que se hubiera puesto en duda jamás el darwinismo.

Así, pues, volvía a casa contento y feliz, con su montón de regalos navideños «para la mujer y los chicos», y recreándose con la idea de la alegría y animación de su familia. La noche anterior había llevado a «su señora» a ver Magia en un selecto teatro de Londres frecuentado por intelectuales... y se había entusiasmado lo indecible. Había ido indeciso, aunque esperando algo fuera de lo corriente. «No es un espectáculo musical -advirtió a su mujer-; ni tampoco una comedia o una farsa, en realidad», y en respuesta a la pregunta de ella sobre qué decían las críticas, se encogió, suspiró y enderezó cuatro veces su chillona corbata en rápida sucesión.
Porque no podía esperarse que un «hombre de la calle» con una pizca de dignidad entendiese lo que decían los críticos, aunque entendiese la Obra. Y John había contestado con toda sinceridad: «Bueno, dicen cosas. Pero el teatro está siempre lleno... y eso es lo que cuenta».

Y ahora, al cruzar Piccadilly Circus entre el gentío para coger el autobús, quiso el azar que (al ver un anuncio) le absorbiese el cerebro dicha Obra particular, o más bien el efecto que le causara en su momento. Porque le había cautivado lo indecible: con las maravillosas posibilidades que insinuaba, su tremenda osadía, su belleza alerta y espiritual... El pensamiento de John se lanzó en pos de algo: en pos de esa sugerencia curiosa de un universo más grande, en pos de la sugerencia cuasi divertida de que el hombre no es el único... Y aquí chocó con una frase que la memoria le puso delante de las narices: «La ciencia no agota el Universo», ¡al tiempo chocaba con otra clase de fuerza destructora...!

No supo exactamente cómo ocurrió. Vio un Monstruo feroz que lo miraba con ojos de fuego. ¡Era horrible! Se abalanzó sobre él. Lo esquivó... y otro Monstruo salió de una esquina a su encuentro. Corrieron los dos a un tiempo hacia él. Se hizo a un lado otra vez, con un salto que podía haber salvado fácilmente una valla, pero fue demasiado tarde. Le cogieron entre los dos sin piedad, y el corazón se le subió literalmente a la boca. Le crujieron los huesos... Tuvo una sensación dulce, un frío intenso y un calor como de fuego. Oyó un rugir de bocinas y voces. Vio arietes; y un testudo de hierro... Luego surgió una luz cegadora... «¡Siempre de cara al tráfico!», recordó con un grito frenético; y merced a una suerte extraordinaria, ganó milagrosamente la acera opuesta.

No había duda al respecto. Se había librado por los pelos de una muerte desagradable. Primero, comprobó a tientas los regalos: los tenía todos. Luego, en vez de alegrarse y tomar aliento, emprendió apresuradamente el regreso -¡a pie, lo que probaba que se le había descontrolado un poco la cabeza!-, pensando sólo en lo desilusionados que se habrían quedado su mujer y sus hijos si... bueno, si hubiese ocurrido algo. Otra cosa de la que se dio cuenta, extrañamente, fue de que ya no amaba a su mujer en realidad, y que sólo sentía por ella un gran afecto. Sabe Dios por qué se le ocurrió tal cosa; el caso es que lo pensó. Era un hombre honesto, sin fingimientos. La idea le vino como un descubrimiento. Se volvió un instante, vio la multitud arremolinada alrededor del barullo de taxis, cascos de policías
centelleando con las luces de los escaparates... y avivó el paso otra vez, con la cabeza llena de pensamientos alegres sobre los regalos que iba a repartir... los niños acudiendo a la carrera... y su mujer -¡un alma bendita!- contemplando embobada los paquetes misteriosos...

Y, aunque no lograba explicarse cómo, al poco rato estaba ante la puerta del edificio carcelario donde tenía su piso, lo que significaba que había hecho a pie las tres millas. Iba tan ocupado y absorto en sus pensamientos que no se había dado cuenta de la larga caminata. «Además -reflexionó, pensando cómo se había salvado por los pelos-, ha sido un susto tremendo. Una mald... experiencia, a decir verdad.» Todavía se notaba algo aturdido y tembloroso. A la vez, no obstante, se sentía contento y eufórico.

Contó los regalos... saboreó con antelación la alegría que iban a producir... y abrió rápidamente con la llave. «Llego tarde -comprendió-; pero cuando ella vea los paquetes de papel marrón, se le olvidará decir nada. Dios bendiga a esa alma fiel.» Hizo girar suavemente la llave una segunda vez y entró de puntillas en el piso... Tenía el espíritu henchido del sentimiento dominante de esta tarde: la felicidad que los regalos navideños iban a proporcionar a su mujer y sus hijos.

Oyó ruido. Colgó el sombrero y el abrigo en el diminuto vestíbulo (nunca lo
llamaban «recibimiento»), y se dirigió sigilosamente a la puerta del salón con los paquetes escondidos detrás. Sólo pensaba en ellos, no en sí mismo... O sea, en su familia, no en los paquetes. Abrió la puerta a medias y se asomó discretamente. Para estupefacción suya, la habitación estaba llena de gente. Retrocedió con rapidez, preguntándose qué podía significar. ¿Una fiesta? ¿Sin saberlo él? ¡Qué raro...! Experimentó un profundo desencanto. Pero al retroceder, se dio cuenta de que en el vestíbulo había gente también.

Estaba enormemente sorprendido; aunque, por otra parte, no lo estaba en absoluto. Lo estaban felicitando. Había una verdadera muchedumbre. Además, los conocía a todos; al menos, sus caras le sonaban más o menos. Y todos lo conocían a él.
-¿No es gracioso? -rió alguien, dándole una palmadita en la espalda-. ¡Ellos no tienen ni la menor idea...!

El que hablaba -el viejo John Palmer, el contable de la oficina, recalcó la palabra «ellos».

-Ni la menor idea -contestó él con una sonrisa, diciendo algo que no entendía, aunque sabía que era cierto.

Su rostro, al parecer, reflejaba la absoluta perplejidad que sentía. El impacto del golpe recibido había sido mayor de lo que él había creído, evidentemente... Su cabeza desvariaba... ¡al parecer! Pero lo raro era que jamás en la vida se había sentido tan despejado. Había mil cosas que de repente se le habían vuelto de lo más sencillas. Pero cómo se apretujaba esta gente, y con cuánta... ¡familiaridad!
-Mis paquetes -dijo, abriéndose paso a empujones, alegremente, entre la multitud-. Son regalos de Navidad que les he comprado -señaló con la cabeza hacia la habitación-. He estado ahorrando durante semanas, sin fumar un cigarro ni acercarme a un billar, y privándome de otras cosas, para comprarlos.

-¡Buen muchacho! -dijo Palmer con una risotada-. El corazón es lo que cuenta.
Mudbury lo miró. Palmer había dicho una verdad como un templo; aunque, probablemente, la gente no lo entendería ni le creería.

-¿Eh? -preguntó, sintiéndose torpe y estúpido, confundido entre dos significados, uno de los cuales era bonito y el otro indeciblemente idiota.

-Por favor, señor Mudbury, pase. Lo están esperando -dijo amable y pomposamente una voz. Y al volverse, se encontró con los ojos benévolos y estúpidos de sir James Epiphany, el director del banco donde trabajaba.

El efecto de la voz fue instantáneo debido al prolongado hábito.
-Desde luego -sonrió de corazón, y avanzó como movido por una costumbre inveterada. ¡Ah, qué feliz y contento se sentía! Su afecto por su mujer era real. El amor, desde luego, se había desvanecido; pero la necesitaba... y ella le necesitaba a él. Y a sus hijos -Milly, Bill y Jean- los quería profundamente. ¡Valía la pena vivir!
En la habitación había bastante gente... pero reinaba un asombroso silencio. John Mudbury miró en torno suyo. Dio unos pasos hacia su mujer, que estaba sentada en la butaca del rincón con Milly sobre sus rodillas. Algunos hablaban y andaban de un lado para otro. El número de personas aumentaba por momentos. Se colocó frente a ellas: frente a Milly y su mujer. Y les dirigió la palabra, tendiéndoles los paquetes. «Es Nochebuena -susurró tímidamente-; y les he... les he traído algo... a cada una. ¡Miren!» Les puso los paquetes delante.

-Por supuesto, por supuesto -dijo una voz detrás él-; pero aunque se pasase usted un siglo entero presentándoselos, daría igual: ¡no los verán jamás!
-Creo... -susurró Milly, mirando a su alrededor.

-¿Qué es lo que crees? -preguntó vivamente su madre-. Siempre estás pensando cosas extrañas.

-Creo -prosiguió la niña, ensoñadora- que Papá ya está aquí -calló; luego añadió con la insoportable convicción de los niños-: estoy segura. Siento su presencia.

Sonó una carcajada extraordinaria. Era sir James Epiphany el que reía. Los demás -toda la multitud- volvieron la cabeza y sonrieron también. Pero la madre, apartando de sí a la criatura, se levantó súbitamente con un gesto violento. Se le había vuelto blanca la cara. Extendió los brazos... al aire que tenía ante ella. Aspiró con dificultad, se estremeció. Había angustia en sus ojos.

-¡Miren! -repitió John-. Les he traído los regalos.

Pero su voz, por lo visto, no produjo el menor sonido. Y con una punzada de frío dolor, recordó que Palmer y sir James habían muerto hacía años.

-Es magia -exclamó-. Pero... yo te quiero, Jinny; te quiero... y... y siempre te he sido fiel; fiel como el acero. Nos necesitarnos el uno al otro... ¿acaso no te das cuenta? Seguiremos juntos, tú y yo, por los siglos de los siglos...
-Piense -lo interrumpió una voz exquisitamente tierna-; ¡no grite! Ellos no pueden oírlo... ahora -y al volverse, John Mudbury se encontró con los ojos de Everard Minturn, su presidente del año anterior. Minturn se había ahogado en el hundimiento del Titanic.

Entonces se le cayeron los paquetes. El corazón le dio un enorme brinco de alegría.
Vio que su cara -la de su mujer- miraba a través de él.
Pero la niña lo miraba directamente a los ojos. Lo veía.

Lo que su conciencia registró a continuación fue el tintinear de algo... lejos, muy lejos. Sonaba a millas debajo de él... dentro de él... era él mismo quien sonaba -absolutamente desconcertado- como una campanilla. Era una campanilla.

Milly se inclinó y recogió los paquetes. Su cara irradiaba felicidad y alegría...
Pero a continuación entró un hombre, un hombre de cara solemne y ridícula, con un lápiz y un cuaderno. Llevaba un casco azul marino. Detrás de él venía una fila de hombres. Traían algo... algo..., Mudbury no podía ver con claridad qué era. Pero cuando se abrió paso entre la alegre muchedumbre para mirar, distinguió vagamente dos ojos, una nariz, una barbilla, una mancha de color rojo oscuro y un par de manos cruzadas sobre un abrigo. Una figura de mujer cayó entonces sobre ellas, y oyó a sus hijos sollozar extrañamente... luego otros sonidos... como de voces familiares riendo... riendo de alegría.

-Dentro de poco se reunirán con nosotros. El tiempo es como un relámpago.
Y, al volverse rebosante de dicha, vio que era sir James quien había hablado, al tiempo que cogía a Palmer del brazo, como en un gesto natural, aunque inesperado, de afectuosa y amable amistad.

-Vamos -dijo Palmer sonriendo, como el que acepta un don en la comunidad universal-, ayudémoslos. No lo comprenderán... Pero siempre podemos intentarlo.
La multitud entera, riente y gozosa, se elevó. Fue, por fin, un instante de vida auténtica y cordial. La paz y la alegría y el júbilo reinaban en todas partes.
Entonces comprendió John Mudbury la verdad: que estaba muerto

FIN.

Technorati tags: Autores, Algernon Blackwood, Transición

AUTORES - Rubén Darío

Una nueva colaboración de Kala Azar, ahora sobre Rubén Darío.





Rubén Dario (1817-1916)

Poeta y escritor nicaragüense fundador del modernismo, Su producción en el campo de la literatura “macabra” y de fantasía, aunque escasa, es prácticamente desconocida entre el publico general. Cuentos como "Betún y sangre", El caso de la señorita Amelia. Cuento de Pascuas, La larva, Thanathopia", La extraña muerte de fray Pedro, "La historia prodigiosa y El Salomón negro, en los que se evidencia la influencia de escritores como Poe y Hoffman, pueden considerarse dentro de esta vertiente.

Enlace: http://www.ucm.es/info/especulo/numero13/rdario.html

Bibliografía:


  • Cuentos Fantásticos (selección de José Olivio Jimenez)



La pesadilla de Honorio.


Rubén Darío


¿Dónde? A lo lejos, la perspectiva abrumadora y monumental de extrañas arquitecturas, órdenes visionarios, estilos de un orientalismo portentoso y desmesurado. A sus pies un suelo lívido; no lejos, una vegetación de árboles flacos, desolados, tendiendo hacia un cielo implacable, silencioso y raro, sus ramas suplicantes, en la vaga expresión de un mudo lamento. En aquella soledad Honorio siente la posesión de una fría pavura...

¿Cuándo? Es en una hora inmemorial, grano escapado quizás del reloj del tiempo. La luz que alumbra no es la del sol; es como la enfermiza y fosforescente claridad de espectrales astros. Honorio sufre el influjo de un momento fatal, y sabe que en esa hora incomprensible todo está envuelto en la dolorosa bruma de una universal angustia. Al levantar sus ojos a la altura un estremecimiento recorre el cordaje de sus nervios: han surgido del hondo cielo constelaciones misteriosas que forman enigmáticos signos anunciadores de próximos e irremediables catástrofes... Honorio deja escapar de sus labios, oprimido y aterrorizado, un lamentable gemido: ¡Ay!...
Y como si su voz tuviese el poder de una fuerza demiúrgica, aquella inmensa ciudad llena de torres y rotondas, de arcos y espirales, se desplomó sin ruido ni fracaso, cual se rompe un fino hilo de araña.

¿Cómo y por qué apareció en la memoria de Honorio esta frase de un soñador: la tiranía del rostro humano? Él la escuchó dentro de su cerebro, y cual si fuese la víctima propiciatoria ofrecida a una cruel deidad, comprendió que se acercaba el instante del martirio, del horrible martirio que le sería aplicado... ¡Oh sufrimiento inexplicable del condenado solitario! Sus miembros se petrificaron, amarrados con ligaduras de pavor; sus cabellos se erizaron como los de Jo b cuando pasó cerca de él un espíritu; su lengua se pegó al paladar, helada e inmóvil; y sus ojos abiertos y fijos empezaron a contemplar el anonadador desfile. Ante él había surgido la infinita legión de las Fisonomías y el ejército innumerable de los Gestos.

Primero fueron los rostros enormes que suelen ver los nerviosos al comenzar el sueño, rostros de gigantes joviales, amenazadores, pensativos o enternecidos.
Después...

Poco a poco fue reconociendo en su penosa visión estas o aquellas línea, perfiles y facciones: un bajá de calva frente y los ojos amodorrados; una faz de rey asirio, con la barba en trenzas; un Vitelio con la papada gorda, y un negro, negro, muerto de risa. Una máscara blanca se multiplicaba en todas las expresiones: Pierrot. Pierrot indiferente, Pierrot amoroso, Pierrot abobado, Pierrot terrible, Pierrot, desmayándose de hilaridad; doloroso, pícaro, inocente, vanidoso, cruel, dulce, criminal: Pierrot mostraba el poema de su alma en arrugas, muecas, guiños y retorcimientos faciales. Tras él los tipos de todas las farsas y las encarnaciones simbólicas. Así erigían enormes chisteras grises, cien congestionados johmbulles y atroces tíosamueles, tras los cuales Punch encendía la malicia de sus miradas sobre su curva nariz. Cerca de un mandarín amarillo de ojos circunflejos, y bigotes ojivales, un inflado fraile, cuya cara cucurbitácea tenía incrustadas dos judías negras por pupilas; largas narices francesas, potentes mandíbulas alemanas, bigotazos de Italia, ceños españoles; rostros exóticos: el del negro rey Baltasar, el del malayo de Quincey, el de un persa, el de un gaucho, el de un torero, el de un inquisidor... «Oh, Dios mío...» --suplicó Honorio--. Entonces oyó distintamente una voz que le decía: «¡Aún no, sigue hasta el fin!» Y apareció la muchedumbre hormigueante de la vida banal de las ciudades, las caras que representan a todos los estados, apetitos, expresiones, instintos, del ser llamado Hombre; la ancha calva del sabio de los espejuelos, las nariz ornada de rabiosa pedrería alcohólica que luce en la faz del banquero obeso; las bocas torpes y gruesas; las quijadas salientes y los pómulos de la bestialidad; las faces lívidas, el aspecto del rentista cacoquimio; la mirada del tísico, la risa dignamente estúpida del imbécil de salón, la expresión suplicante del mendigo; estas tres especialidades; el tribuno, el martillero y el charlatán, en las distintas partes de sus distintas arengas; «¡Socorro!» exclamó Honorio.

Y fue entonces la irrupción de las Máscaras, mientras en el cielo se desvanecía un suave color de oro oriental. ¡La legión de las Máscaras! Se presentó primero una máscara de actor griego, horrorizada y trágica, tal como la faz de Orestes delante de las Euménides implacables; y otra riente, como una gárgola surtidora de chistes. Luego por un fenómeno mnemónico, Honorio pensó en el teatro japonés, y ante su vista floreció un diluvio de máscaras niponas: la risueña y desdentada del tesoro de Idzoukoushima, una de Demé Jioman, cuyas mejillas recogidas, frente labrada por triple arruga vermicular y extendidas narices, le daban un aspecto de suprema jovialidad bestial; caras de Noriaki, de una fealdad agresiva; muecas de Quasimodo asiáticos, y radiantes máscaras de dioses, todas de oro. De China Lao-tse, con un inmenso cráneo., Pou-tai, el sensual con su risa de idiota; de Konei-Sing, dios de la literatura, la máscara mefistofélica; y con sus cascos, perillas y bigotes escasos, desfilan las de madarines y guerreros. Por último vio Honorio como un incendio de carmines y bermellones, y revoló ante sus miradas el enjambre carnavalesco. Todos los ojos: almendrados, redondos, triangulares, casi amorfos; todas las narices: chatas, roxelanas, borbónicas, erectas, cónicas, fálicas, innobles, cavernosas, conventuales, marciales, insignes; todas las bocas: arqueadas, en media luna, en ojiva, hechas con sacabocado, de labios carnosos, místicas, sensuales, golosas, abyectas, caninas, batracias, hípicas, asnales, porcunas, delicadas, desbordadas, desbridadas, retorcidas...; todas las pasiones, la gula, la envidia, la lujuria, los siete pecados capitales multiplicados por setenta veces siete...

Y Honorio no pudo más: sintió un súbito desmayo, y quedó en una dulce penumbra de ensueño, en tanto que llegaban a sus oídos los acordes de una alegre comparsa de Carnestolendas...
Fin



Thanathopia.


Rubén Darío


—Mi padre fue el célebre doctor John Leen, miembro de la Real Sociedad de Investigaciones Psíquicas, de Londres, y muy conocido en el mundo científico por sus estudios sobre el hipnotismo y su célebre Memoria sobre el Old. Ha muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga en gloria.
(James Leen vació en su estómago gran parte de su cerveza y continuó:)
—Os habéis reído de mí y de lo que llamáis mis preocupaciones y ridiculeces. Os perdono, porque, francamente, no sospecháis ninguna de las cosas que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en la tierra, como dice nuestro maravilloso William.
No sabéis que he sufrido mucho, que sufro mucho, aun las más amargas torturas, a causa de vuestras risas... Sí, os repito: no puedo dormir sin luz, no puedo soportar la soledad de una casa abandonada; tiemblo al ruido misterioso que en horas crepusculares brota de los boscajes en un camino; no me agrada ver revolar un mochuelo o un murciélago; no visito, en ninguna ciudad adonde llego, los cementerios; me martirizan las conversaciones sobre asuntos macabros, y cuando las tengo, mis ojos aguardan para cerrarse, al amor del sueño, que la luz aparezca.

Tengo el horror de la que, ¡oh Dios!, tendré que nombrar: de la muerte. Jamás me harías permanecer en una casa donde hubiese un cadáver, así fuese el de mi más amado amigo. Mirad: esa palabra es la más fatídica de las que existen en cualquier idioma: cadáver... Os habéis reído, os reís de mí: sea. Pero permitidme que os diga la verdad de mi secreto. Yo he llegado a la república Argentina, prófugo, después de haber estado cinco años preso, secuestrado miserablemente por el doctor Leen, mi padre; el cual, si era un gran sabio, sospecho que era un gran bandido. Por orden suya fui llevado a la casa de salud; por orden suya, pues, temía quizá que algún día me revelase lo que él pretendía tener oculto... Lo que vais a saber, porque ya me es imposible resistir el silencio por más tiempo.

Os advierto que no estoy borracho. No he sido loco. Él ordenó mi secuestro, porque... Poned atención.

(Delgado, rubio, nervioso, agitado por un frecuente estremecimiento, levantaba su busto James Leen, en la mesa de la cervecería en que, rodeado de amigos, nos decía esos conceptos. ¿Quién no le conoce en Buenos Aires? No es un excéntrico en su vida cotidiana. De cuando en cuando suele tener esos raros arranques. Como profesor, es uno de los más estimables en uno de nuestros principales colegios, y, como hombre de mundo, aunque un tanto silencioso, es uno de los mejores elementos jóvenes de los famosos cinderellas dance. Así prosiguió esa noche su extraña narración, que no nos atrevimos a calificar de fumisterie, dado el carácter de nuestro amigo. Dejamos al lector la apreciación de los hechos.)

—Desde muy joven perdí a mi madre, y fui enviado por orden paternal a un colegio de Oxford. Mi padre, que nunca se manifestó cariñoso para conmigo, me iba a visitar de Londres una vez al año al establecimiento de educación en donde yo crecía, solitario en mi espíritu, sin afectos, sin halagos.

Allí aprendí a ser triste. Físicamente era el retrato de mi madre, según me han dicho, y supongo que por esto el doctor procuraba mirarme lo menos que podía. No os diré más sobre esto. Son ideas que me vienen. Excusad la manera de mi narración.

Cuando he tocado ese tópico me he sentido conmovido por una reconocida fuerza. Procurad comprenderme. Digo, pues, que vivía yo solitario en mi espíritu, aprendiendo tristeza en aquel colegio de muros negros, que veo aún en mi imaginación en noches de luna... ¡Oh, cómo aprendí entonces a ser triste! Veo aún, por una ventana de mi cuarto, bañados de una pálida y maleficiosa luz lunar, los álamos, los cipreses... ¿por qué había cipreses en el colegio?..., y a lo largo del parque, viejos Términos carcomidos, leprosos de tiempo, en donde solían posar las lechuzas que criaba el abominable septuagenario y encorvado rector... ¿para qué criaba lechuzas el rector?... Y oigo, en lo más silencioso de la noche, el vuelo de los animales nocturnos y los crujidos de las mesas y una media noche, os lo juro, una voz: 'James.' ¡Oh, voz!

Al cumplir los veinte años se me anunció un día la visita de mi padre. Alegréme, a pesar de que instintivamente sentía repulsión por él; alegréme, porque necesitaba en aquellos momentos desahogarme con alguien, aunque fuese con él.
Llegó más amable que otras veces; y aunque no me miraba frente a frente, su voz sonaba grave, con cierta amabilidad para conmigo. Yo le manifesté que deseaba, por fin, volver a Londres, que había concluido mis estudios; que si permanecía más tiempo en aquella casa, me moriría de tristeza... Su voz resonó grave, con cierta amabilidad para conmigo:

—He pensado, cabalmente, James, llevarte hoy mismo. El rector me ha comunicado que no estás bien de salud, que padeces de insomnios, que comes poco. El exceso de estudios es malo, como todos los excesos. Además —quería decirte—, tengo otro motivo para llevarte a Londres. Mi edad necesitaba un apoyo y lo he buscado. Tienes una madrastra, a quien he de presentarte y que desea ardientemente conocerte. Hoy mismo vendrás, pues, conmigo.

¡Una madrastra! Y de pronto se me vino a la memoria mi dulce y blanca y rubia madrecita, que de niño me amó tanto, me mimó tanto, abandonada casi por mi padre, que se pasaba noches y días en su horrible laboratorio, mientras aquella pobre y delicada flor se consumía... ¡Una madrastra! Iría yo, pues, a soportar la tiranía de la nueva esposa del doctor Leen, quizás una espantable blue-stocking, o una cruel sabionda, o una bruja... Perdonad las palabras. A veces no sé ciertamente lo que digo, o quizá lo sé demasiado...

No contesté una sola palabra a mi padre, y, conforme con su disposición, tomamos el tren que nos condujo a nuestra mansión de Londres.
Desde que llegamos, desde que penetré por la gran puerta antigua, a la que seguía una escalera oscura que daba al piso principal, me sorprendí desagradablemente: no había en casa uno solo de los antiguos sirvientes.

Cuatro o cinco viejos enclenques, con grandes libreas flojas y negras, se inclinaban a nuestro paso, con genuflexiones tardas, mudos. Penetramos al gran salón. Todo estaba cambiado: los muebles de antes estaban sustituidos por otros de un gusto seco y frío. Tan solamente quedaba en el fondo del salón un gran retrato de mi madre, obra de Dante Gabriel Rossetti, cubierto de un largo velo de crespón.

Mi padre me condujo a mis habitaciones, que no quedaban lejos de su laboratorio. Me dio las buenas tardes. Por una inexplicable cortesía, preguntéle por mi madrastra. Me contestó despaciosamente, recalcando las sílabas con una voz entre cariñosa y temerosa que entonces yo no comprendía:

—La verás luego... Que la has de ver es seguro... James, mi hijito James, adiós. Te digo que la verás luego...
Ángeles del Señor, ¿por qué no me llevastéis con vosotros? Y tú, madre, madrecita mía, my sweet Lily, ¿por qué no me llevaste contigo en aquellos instantes? Hubiera preferido ser tragado por un abismo o pulverizado por una roca, o reducido a ceniza por la llama de un relámpago...

Fue esa misma noche, sí. Con una extraña fatiga de cuerpo y de espíritu, me había echado en el lecho, vestido con el mismo traje de viaje. Como en un ensueño, recuerdo haber oído acercarse a mi cuarto a uno de los viejos de la servidumbre, mascullando no sé qué palabras y mirándome vagamente con un par de ojillos estrábicos que me hacían el efecto de un mal sueño. Luego vi que prendió un candelabro con tres velas de cera. Cuando desperté a eso de las nueve, las velas ardían en la habitación.

Lavéme. Mudéme. Luego sentí pasos: apareció mi padre. Por primera vez, ¡por primera vez!, vi sus ojos clavados en los míos. Unos indescriptibles ojos, os lo aseguro; unos ojos como no habéis visto jamás, ni veréis jamás: unos ojos con una retina casi roja, como ojos de conejo; unos ojos que os harían temblar por la manera especial con que miraban.

—Vamos, hijo mío, te espera tu madrastra. Está allá, en el salón. Vamos.
Allá, en un sillón de alto respaldo, como una silla de coro, estaba sentada una mujer.
Ella...
Y mi padre:
—¡Acércate, mi pequeño James, acércate!
Me acerqué maquinalmente. La mujer me tendía la mano... Oí entonces, como si viniese del gran retrato, del gran retrato envuelto en crespón, aquella voz del colegio de Oxford, pero muy triste, mucho más triste:
'¡James!'
Tendí mi mano. El contacto de aquella mano me heló, me horrorizó. Sentí hielo en mis huesos. Aquella mano rígida, fría, fría... Y la mujer no me miraba. Balbucí un saludo, un cumplimiento.
Y mi padre:
—Esposa mía, aquí tienes a tu hijastro, a nuestro muy amado James. Mírale; aquí le tienes; ya es tu hijo también.

Y mi madrastra me miró. Mis mandíbulas se afianzaron una contra otra. Me poseyó el espanto: aquellos ojos no tenían brillo alguno. Una idea comenzó, enloquecedora, horrible, horrible, a aparecer clara en mi cerebro. De pronto, un olor, olor... ese olor, ¡madre mía!, ¡Dios mío! Ese olor.., no os lo quiero decir... porque ya lo sabéis, y os protesto: lo discuto aún; me eriza los cabellos.

Y luego brotó de aquellos labios blancos, de aquella mujer pálida, pálida, pálida, una voz, una voz como si saliese de un cántaro gemebundo o de un subterráneo:

—James, nuestro querido James, hijito mío, acércate; quiero darte un beso en la frente, otro beso en los ojos, otro beso en la boca...
No pude más. Grité:

—¡Madre, socorro! ¡Ángeles de Dios, socorro! ¡Potestades celestes, todas, socorro! ¡Quiero partir de aquí pronto, pronto; que me saquen de aquí!
Oí la voz de mi padre:

—¡Cálmate, James! ¡Cálmate, hijo mío! Silencio, hijo mío.
—No —grité más alto, ya en lucha con los viejos de la servidumbre—. Yo saldré de aquí y diré a todo el mundo que el doctor Leen es un cruel asesino; que su mujer es un vampiro; ¡que está casado mi padre con una muerta!



Technorati tags: Autores Latinoaméricanos, Rubén Darío, La pesadilla de Honorio

10/03/2005

Los Subgéneros de la Fantasía (I)

Kala Azar inicia una nueva serie de envíos sobre los subgéneros de fantasía, espero la disfruten.



Desde la aparición en pantalla del Señor de los anillos el gusto por la literatura fantástica ha ido incrementándose en el publico general. Esto se evidencia en las estadísticas de ventas de libros y en el, esperado, aumento de la producción cinematográfica de filmes de este genero por parte de Hollywood.

Una característica critica de este genero es la de que el mundo recreado presente diferencias “del nuestro” que no puedan ser explicados por las leyes de la física, o no sean resultado directo de la ciencia y la tecnología. Es por esto que se la distingue de la ciencia ficción, aunque, como han señalado diversos autores es difícil trazar una línea, ya que en muchas ocasiones ambos géneros se superponen y resulta difícil separarlos uno de otro.

El género en su sentido moderno tiene menos de dos siglos y tiene sus antecedentes en los mitos de diferentes culturas y pueblos: Egipto, Grecia, Roma, Inglaterra, etc.

Para fines de estudio, podríamos separar a la literatura fantástica en las siguientes categorías:

  1. Fantasía oscura
  2. Espada y Hechicería.
  3. Fantasía Erótica
  4. Fantasía Bangsiana
  5. Fantasía contemporánea
  6. Alta fantasía
  7. Baja Fantasía.
  8. Fantasía Heroica.
  9. Fantasía Histórica
  10. Fantasía mítica.
  11. Fantasía Romántica.
  12. Mannerpunk
  13. Otras.

Fantasía oscura: Se caracteriza por historias que mezclan elementos de fantasía y terror. Es considerado por algunos un subgénero de la literatura de terror.

El Canto del Cisne
Autor: Robert McCammon (Ediciones Martinez Roca, 1992)

Sinopsis: En un mundo postapocaliptico una niña (Swan) con poderes sobrenaturales se enfrentara al mal.
Una excelente trama y personajes bien construidos que no olvidaran jamás










La Torre oscura. (ediciones B)
Autor: Stephen King

La saga que va ya por su sexta entrega .La canción de Susana y que se inicio en 1982 con La Hierba del diablo donde aparece uno de los personajes más interesantes y mejor construidos, a mi forma de ver, de la saga: El pistolero.
Una búsqueda legendaria de un sueño que ha tomado forma: La torre oscura.

Enlaces: http://torre-oscura.com/Inicio.htm









Francisco Ruiz Fernández.
Escritor español que incursiona en el género. Algunos de sus relatos pueden encontrarse en la red:


  • Cazador de cabezas (Axxon)
  • El Muro (Axxon 144)
  • Huecos en la estantería (Necronomicon año 3 N 4)
  • El sobre negro (Eridano 8) AlfaEridiani.
Enlaces: http://www.txisko.com/

Otros autores:


Espada y Hechicería.

Término acuñado por Fritz Leiber (1960). Los elementos característicos del género son la presencia de personajes arquetípicos, espadachines inmorales y sus frecuentes confrontaciones, a menudo sangrientas con agentes malvados en tierras imaginarias. Tiende a confundirse con la Fantasía Heroica ya que comparte algunas de sus caracteristicas.

Las Crónicas del Campeón Eterno
Autor: Michael Moorcock

Saga conformada por ocho libros que cuentan la historia y aventuras de Elric de Melnibone, un guerrero albino aliado a los “Señores del Caos”.
¿Por qué fui yo el escogido? se pregunta Elric al principio de la saga dándonos la pauta de uno de los antihéroes clásicos en la historia de la literatura Fantástica. Paisajes de belleza surrealista y aventuras donde lo sobrenatural es un personaje más.

Portadora de Tormentas:
Autor: Michael Moorcock

Elric cabalgaba como un espantajo gigante, lúgubre y rígido sobre el lomo macizo de su corcel nihrainiano. Tenia un rostro sombrío cubierto con una mascara que ocultaba la emoción, y los ojos enrojecidos le ardían como carbones en las orbitas hundidas...

Así comienza Portadora de Tormentas que en opinión de David Pringle, “es el libro cumbre de la serie, el cuento que lleva a su final la saga predestinada de Elric”.
enlace:http://www.arrakis.es/~erekose/


Conan.
Autor:Robert E Howard

Otra de las obras clásicas del género que ha originado un sinfín de “secuelas” en la la literatura, el cine, el comic y la televisión.
Conan el Cimmerio, una de las figuras míticas de nuestro tiempo vio la luz en una serie de cuentos y novelas cortas. El primer libro que se publico fue Conan el Conquistador (1950) un relato extenso cuyo titulo original era “La Hora del Dragón."


Otros autores:

  • Fritz Leiber (La saga del Fafhrd y el Ratonero Gris. Encuentro en Lankhmar)
  • L Sprague de Camp


(Continuara…)


technorati tags: fantasía, Lovecraft, Stephen King, fritz Leiber, tim powers, Anne Rice, Michael Moorcock, Conan

  © Blogger template por Emporium Digital 2008

De vuelta hacia ARRIBA